Opinión

Otro ladrillo en la pared

Aún sigue incomodando a los pudientes la cita evangélica de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el cielo. Las viejas ciudades judías cerraban sus puertas del ocaso al alba pero los rezagados en son de paz podían pasar por unas estrechas agujas en los muros, incluso con un camello adelgazado por miles de kilómetros de caravana, descargado, desensillado y despellejado por tirones de las bridas y empujones por los cuartos traseros.

El primer urbanismo consistió en amurallar a quienes poblaban juntos. Hasta la mitad del siglo pasado el concepto del muro contra el miedo fue reverenciado como máxima militar: la línea del ingeniero Maginot para proteger Francia de Alemania, la Línea Sigfrido para resguardar Alemania de Francia, la línea Gótica para detener a los Aliados en Italia, o la Fortaleza Europea desde Narvik a San Juan de Luz, a la que los nazis olvidaron ponerle techo, gigantescos monumentos al hormigón armado y que no sirvieron absolutamente para nada. En la reciente visita real a Estados Unidos el presidente Trump insistía a Josep Borrell sobre la necesidad europea de levantar un muro norteafricano. Nuestro ministro de Asuntos Exteriores aducía amablemente que el Sahel era muy largo mientras echaba de menos la cartografía del Sahara que parte África.

Trump insistía en su muro y en el de los demás. La realidad es que el muro estadounidense frente a México ya existe, pero sin terminar, y lo construido está perforado por los túneles de los cárteles del narcotráfico. Si Trump logra dinero para el suyo habrá negocio para constructoras de ambas orillas del Río Grande pero el flujo de mesoamericanos y mexicanos continuará incluso por las costas expandiendo lo hispano, el español, el spanglish, que es lo que realmente preocupa a los votantes del inmobiliario.

Siete mil kilómetros de la Gran Muralla China (que no se ve desde la Luna) no bastaron a la dinastía Ming para salvarse del incordio mongol y la entrada final de los manchúes. A la proeza defensiva corresponde la futilidad histórica. El único muro que ha servido de luz y esperanza fue el de Berlín; aquella imagen de Kennedy junto al alcalde Willy Brandt, exclamando: “Yo también soy un berlinés”. Aquel muro cayó solo cuando un burócrata vocero oriental anunció paso libre siendo solo una intención. Los beneficiarios del comunismo abarrotaron el estadounidense Charlie point, los túneles del metro y treparon la valla de concreto ante unos vopos estupefactos que no habían recibido órdenes de nada ni nadie.

Vox carece de precedentes electorales (Andalucía es un resultado más inestable que la nitroglicerina) y ha de hacer campaña inventándose cada mañana una tamborrada, una batucada, una machada, para que se hable de ellos aunque sea mal, coincidiendo con las izquierdas encantadas de rasgarse las vestiduras ante la amenaza de los bárbaros, punta de lanza de todas las detestables derechas que en España han sido.

Muros en Ceuta y Melilla y sufragados por los marroquíes es una proposición para analfabetos, ya que Ceuta cuenta con un consistente doble muro de alambradas aún con concertinas y con la Policía marroquí dando los palos que no da la Guardia Civil. Como el barón de Munchausen, Santiago Abascal es capaz de salir de un pozo tirando hacia arriba de sus cabellos. Contra el murismo solo cabe un agradable antídoto: “otro ladrillo en la pared”, el rock sinfónico The Wall,  de Pink Floid.