Opinión

Adultocéntrico

Después de coquetear con los terroristas y los golpistas fugados, Irene Montero ha retornado a sus paisajes del Parque Nacional del Guadarrama. Algo tiene ese aire limpio de la presierra madrileña que ilumina su inteligencia y sus aciertos lingüísticos. Defiende la extraordinaria mujer, estabilizándose en poderosos argumentos, que se pueda votar a los 16 años. «Si a los 16 años puedes hacer mogollón de cosas, tienes derecho a que se oiga tu voz». Impactante sabiduría. Cuando se hace un mogollón de cosas, el derecho al voto es tan justo como imprescindible. Y señala como culpable de la resistencia al voto a los 16 años, a la sociedad «adultocéntrica», que es hallazgo semántico de muy avanzada madurez. Después de sus «cuerpas y fuerzos de Seguridad» esta joya de la palabra, ese rubí de la voz «adultocéntrica» me ha proporcionado la alegría de saberme usuario de un idioma renovado y cada día más rico. Fue calificada de sandez su mención a la « portavozas» de los partidos políticos en el Congreso. Ella lo es de Podemos, por altos méritos acumulados haciendo mogollón de cosas. Claro, que no todo es bueno ni positivo. Por un lado, el descubrimiento de la nueva palabra merece un reconocimiento académico. Se trata del haz del caso. El envés, para muchos y entre los que me hallo, es sombrío. Han tenido que transcurrir muchos años para que una autoridad de la palabra desnude mi ignorancia. Que soy adultocéntrico. Vaya por Dios.

El adultocéntrico es todo aquel que se oponga al derecho al voto de los jóvenes de 16 años. Yo no me opongo, pero considero que si resulta tan sencillo engañar a millones de personas más o menos formadas y con experiencia, engatusar a jóvenes de 16 años tiene que ser facilísimo. Me sitúo en el pleno acuerdo con la excelsa filóloga de Podemos en lo que respecta a las posibilidades de los jóvenes de 16 años para hacer mogollón de cosas. Recuerdo mis 16 años, y en efecto, hice mogollón de cosas. No me atrevo a reconocerlas en público, porque la acción de mogollón de cosas siempre conlleva la probabilidad de un mal paso. Mi familia, que es adultocéntrica no supo o no pudo con mi capacidad para hacer mogollón de cosas, y así me ha ido en la vida. Cambiar a mis años es empresa complicada. Aunque sin saberlo, he sido adultocéntrico desde que alcancé la mayoría de edad, en la que hice más mogollón de cosas que a los 16 años. Desprenderme de mi enfermizo adultocentrismo cuando ya diviso en el horizonte el silencio definitivo, es complicado y áspero. Estoy fuera de la boina y me tengo por un carroza incapaz de acoplarse a las nuevas costumbres y a los imperantes neologismos del progreso. Días atrás, en una frutería, solicité con esmerada y antigua cortesía que me sirvieran frambuesas, peras, manzanas, fresas y ciruelas. Pero cometí el imperdonable error de añadir a mi pedido plátanos y albaricoques. La frutera, mujer joven y comprometida, me corrigió: –Querrá usted decir plátanas y albaricocas–; –efectivamente, y le ruego que me perdone la grosería–. Era mujer de perdón fácil y conseguí su amnistía. Una frutera encantadora con un empecinado adultocéntrico.

Cada día que pasa entiendo que un gran timonel como Pablo Iglesias se sienta profundamente enamorado de una creadora de lenguaje como Irene Montero, aunque Irene, no se han cumplido dos años, ya advirtió que el amor no entraba en sus planes, por ser burgués y anticuado, y que a ella lo que le gustaba de su Pablo es compartir el placer de lo que definió el poeta Keats –otro creador de lenguaje–, como «los arroyos que confluyen en el gran río del gozo». Preciosa descripción que atribuyo a Keats con la misma autoridad que si lo hiciera endosándola a Tagore, Dostoyevski o al «Caballero Audaz». La cosa, cuando se trata de elogiar a una mujer tan cultivada como Irene Montero, se tiene que adornar con citas de talento ajeno. Claro, y en esta ocasión acierto, creo que fue Saki el que escribió que cuando le hablaban de una mujer cultivada se la figuraba con pimientos, zanahorias y coles de Bruselas emergiendo de sus orejas. Bromas del gran Saki.

Es lo que regalan los paisajes serranos, las flores que nacen, los árboles que se renuevan, los corzos que saltan y las ardillas que trepan por los troncos de los robles. Una persona que viva en la urbe, en un piso, es incapaz de alumbrar una voz tan nueva y necesitada por el idioma como «adultocéntrico». Creo recordar que en las Cítaras Colgadas de los Árboles, de Antonio Gala, un personaje le muestra a su amigo la tumba que ha comprado para albergar su muerte. –¿Qué te parece?–; –muy céntrica–.

Pues nada más, monina. Tengo que hacer mogollón de cosas.