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Opinión
Del gozo al suplicio
No me refiero a la política ni a las próximas elecciones. Escribo del AVE. Alta Velocidad Española. En Cataluña, Alta Velocidad Estatal. Vengo de San Fernando, de la Real Isla de León, de impartir una conferencia sobre la necia suspensión del Servicio Militar por parte de Aznar –«a ver quién me dice a la cara que soy de una derechita acomplejada»–. Se lo digo yo. Estuve con más de quinientos marinos, mujeres de marinos, y demás personas decentes. Visité, con asombro, el Panteón de los Marinos Ilustres, obra de Carlos III, un paseo emocionado de orgullo por la Historia de España. Y de San Fernando, al volante de mi «Ayudante de Campo», Sergio, llegué hasta Sevilla para embarcarme en el AVE de las 9:40 con destino a Madrid. Gozo o suplicio. Renfe se ha podemizado y ha eliminado en casi todos los trayectos la Clase Club –extinguida–, y la Preferente –al borde de la extinción, como las nutrias de Mesopotamia, que jamás existieron–, aunque algún científico adelantado de Pacma las haya confundido con los fennecs pardos, zorros del desierto, que han sobrevivido a la naturaleza y a los científicos de Pacma.
El AVE siempre fue un gozo. Pero se convierte en un suplicio por culpa de las conversaciones telefónicas, que están prohibidas en los asientos, admitidas en las plataformas y cuyas normas algunos no respetan. Hoy, he viajado en el asiento 7-A del vagón número 1 de Sevilla a Madrid. Y he tenido mala suerte. El viajero del 8-A, inmediatamente posterior su culo al mío, desde Córdoba a Puertollano ha mantenido una conversación con un familiar que me ha fastidiado ese tramo del viaje que se ilumina con los paisajes de la sierra cordobesa, las dehesas interminables y pone fin a la belleza del paisaje con la Garganta de Westiminter, antes de Baviera. Hablaba de un primo cordobés que se está preparando, por y para él mismo, una «fiesta sorpresa» de cumpleaños. –¿Quieres venir a mi fiesta sorpresa?–. A punto he estado de volverme y confirmar mi asistencia. Una ventaja. Voz medida, tono pausado y nada estridente. Puertollano me da gafe. Hace muchos años, en una tertulia de Luis Del Olmo, comentando las declaraciones de alegría de una actriz más roja que una amapola con vocación y orgullo de serlo, que celebraba la muerte de un torero en la plaza, emití un comentario que entiendo resultó doloroso para los naturales de Puertollano. –No concedáis importancia a lo que ha dicho esa amargada, porque además de mala actriz, es más fea que Puertollano–. Puertollano tiene unos alrededores de ensueño, sierra cerrada, dehesas, pero como toda ciudad minera –¿recuerdan la película «¡Qué verde era mi valle!»?–, en cuestiones estéticas es mejorable. Hoy, Puertollano y quien escribe habían firmado la paz, hasta que se puso a hablar por el móvil, el viajero que ocupaba el asiento 8-B. Hablaba a voz en grito de una cristalería que se negaba a pagar. De una casa que había comprado y cuyas obras de reforma no concordaban con sus pretensiones. De un tal Adrián, que le había pasado una factura exagerada. Así, hasta Aranjuez. En Aranjuez, invitado por todos los viajeros del vagón, canceló su bronca. Pero en Aranjuez tomó el relevo un señor que hablaba en catalán. Hablaba con su socio, un tal Francesc, ilocalizable en la tarde de ayer. Según deduje por el enfado de mi compañero de vagón –asiento 5-C–, se ausentó de la oficina para culminar un fornicio con Roser, la secretaria de ambos. –¡«Demá parlarem!»–, se despidió el agraviado cuando el AVE tuvo el buen detalle de detenerse en la estación de Atocha.
Creo que Renfe haría muy bien en tomarse sus normas en serio. Después de estar diez horas acompañado de marinos e infantes de marina, custodios del señorío y la buena educación, un viaje en AVE con «whatsaperos» insoportables se convierte en un suplicio. Séame devuelto el valor del billete, y que el de la fiesta sorpresa, el del cristalero y el engañado por su socio, se vayan a tomar por saco.
Y todo comenzó en Puertollano, que no me perdona.
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