Opinión

Sueño sonriente

Llegar a disputar una semifinal de la Liga de Campeones es muy difícil, y no hay que restarle méritos al equipo que viste de amarillo. No me refiero al Villarreal o la Unión Deportiva Las Palmas, sino a un club que tiene cuatro equipaciones y siempre elige la amarilla «prusás» para asombrar al mundo. Llamé pocos minutos antes de iniciarse el partido en Anfield a mi tía Nuria y le pregunté si se sentía preocupada o nerviosa. Me trasladó tranquilidad. No obstante, como el equipo que viste de amarillo las hace muy gordas en Europa, a punto de cortar nuestra comunicación le cuestioné: –¿Y si perdéis 4-0?–. Su respuesta sosegó mi ánimo. –Impusipla–.

Nada más agradable que seguir las incidencias –así dicen los locutores deportivos–, de un gran partido de fútbol frente al aparato de televisión con un buen «whisky», un plato de jamón en taquitos y la lejana posibilidad de un triunfo del club de tus amores. Gol. En el descanso renové el «whisky» y desaparecidos los taquitos de jamón tuve a bien sustituirlos por unas anchoas de Santoña especialmente apoteósicas. A poco de reiniciarse el encuentro, otro gol. Y dos minutos más tarde, un nuevo gol. Me acordé de mis amigos partidarios del equipo que viste de amarillo, que son bastantes. El mío, como es lógico, era el que saltó al terreno de juego con sus camisetas de verdad, muy rojas. Es lo único muy rojo que me emociona, porque de todos es sabido que mi bisabuela paterna, Lady Anne Forster-Pellegrinus era natural de Liverpool. Pero debo reconocer que en las horas previas al partido mi optimismo era más que menguado, como alguno de los futbolistas que visten de amarillo. A falta de ocho minutos, los de amarillo «prusás» se pusieron a charlar animadamente, se distrajeron –¿hay alguien que no haya caído una vez en la vida en la delicia de la distracción?–, y un jugador del Liverpool aprovechó para efectuar un saque de esquina que un delantero que no estaba distraído remató. Gol. En ese instante, y lo hago público, salté, y no calculé con sabiduría las medidas de resistencia de mis músculos inferiores, de tal modo, que en pleno escorzo muelle, noté un agudo dolor en mi muslo derecho y tumbé sin consideración la lámpara más cercana a mis manifestaciones de gozo. Cuando el árbitro tocó el pito y clausuró el partido, mi cuerpo se hallaba esparcido por el suelo, desencuadernado, pero de mis ojos surgieron transparentes lágrimas de alegría. Recordé a mi bisabuela, y a trancas y barrancas, ayudado por mi mujer, me introduje en el lecho de blancas sábanas, que es metáfora oportuna.

Dormí de un tirón, pero hoy por la mañana, mi mujer me ha revelado que mi sueño profundo lo decoraba una expresiva sonrisa, y que de cuando en cuando, por motivos que mi ignorancia médica me son imposibles de explicar, de mi boca surgían alaridos de «¡Gol, gol, gol, gol!», así como referencias poco respetuosas dedicadas al nuevo Arzobispo de Tarragona, al que no conozco, lo cual deja entrever que las reacciones del ser humano no sólo rozan la rareza y la extravagancia, sino que las superan con holgura.

He soñado con una masa amarilla compungida, sueño que no interpretó el bueno de Freud, y me he quedado con las ganas de averiguar su sentido. Ahora mismo, cuando escribo, sigo dolorido en la muslería diestra, lo que me ha impedido esta mañana cumplir con mi obligada tabla de gimnasia. Pero reconozco, que al júbilo que me proporcionó la victoria del equipo de mi bisabuela Lady Anne, se ha unido la deportiva y lánguida tristeza que me inspira la derrota del equipo amarillo, y muy especialmente la del delantero ratón que no tuvo su noche en Anfield. La bondad no está reñida con las preferencias, y estoy seguro de que, después del mazazo, cuando los amarillos disputen la final del Campeonato de la nación que aborrecen, Copa de Su Majestad el Rey que rechazan, perderán de nuevo contra el Valencia, que también tengo un tatarabuelo valenciano y las cosas de la familia no son negociables.

No puedo parar de reír, y me duele el muslo.