Opinión
Esperanza Ridruejo
No tenía nada de frívola o inconsistente. Era de Soria, hija y hermano de epifanios. Divertida, irónica, culta y con un gran sentido de la amistad y del humor. Guardo como oro en paño sus cartas, enviadas a mi domicilio, a la marquesa viuda de Sotoancho, que confundió un rayo de tormenta en la Jaralera con una aparición de la Virgen. Su marido, Mike Stilianopoulos, acentuó su perfil griego. Porque Pitita era más Atenas que Roma en su aspecto. Rebosaba de buen gusto, y en ocasiones hablaba con un deje de acento inglés muy alejado de sus raíces. –Pitita, ¿porqué hablas así si eres de Soria?–. Y aceptaba el castigo con una larga sonrisa.
Se involucró en las supuestas apariciones Marianas del Escorial. Escribió sobre ellas e impartió decenas de coloquios y conferencias al respecto. Levitaba. Paco Umbral, gran amigo de ella, ponía en solfa sus levitaciones. El sol daba vueltas enloquecidas con antelación a la aparición milagrosa. Le escribí un epigrama y se lo mandé por correo. «Es lógico que levite/ y más que leve, se eleve, /para que nadie le quite/ su bello bolso de Loëwe». Me respondió: «¡Malvado!».
La muerte de Mike fue insuperable. Pero como buena castellana supo esconder su tristeza en público. La buena educación lo exige, y Pitita Ridruejo, además de elegante, atractiva y cimera, estaba muy bien educada. Le hacía mucha gracia la sentencia de Edgar Neville: «Llorar en público es de pobres». Apenas lo conoció, pero le chiflaba la figura de Edgar, que su parcialidad y sus caprichos, que tan bien le explicaban Isabel y Antonio Mingote. Ya gordo y desastrado, dio Edgar Neville una fiesta de disfraces. Por allí aparecieron mi tío –de verdad–, Francisco Ussía y su mujer, Casilda Figueroa, hija de Velayos y nieta de Romanones. Casilda iba disfrazada de sirena con su correspondiente cola de lubina de escamas plateadas. Era muy flaca y tenía cintura de avispa, pero el disfraz le apretaba más de la cuenta. Y se desvaneció. Edgar fue informado del suceso, y ordenó: «¡Avisad inmediatamente a las Pescaderías Coruñesas¡». Todavía oigo las carcajadas de Pitita.
Su espiritualidad nada tenía de postureo ficticio. Pero tuvo que aguantar muchas bromas, algunas de gusto regular, por su contundencia en no ocultarla. Durante su estancia en Londres, como mujer del embajador Stilianopoulos ante la Corte británica, Isabel II invitaba frecuentemente a Pitita a tomar el té en el Palacio de Buckingham.
–A los cinco minutos de estar con ella era una mujer encantadora que me contaba confidencialmente sus problemas con el servicio doméstico–. Fellini quiso darle un papel de romana. Griega y romana, Pitita fue una grandísima española, anclada en sus raíces de la Castilla Alta, la Vieja, la que aún en sus paisajes hace posible que de la sombra de un soto de álamos y fresnos surjan las figuras de Teresa de Ávila y Juan de Yepes a lomos de sus jumentos.
No hubo en los últimos decenios mujer con más clase natural que ella. Es cosa de los huesos. Tenía centenares de amigos. Cuando la gente se va después de una vida dedicada a los demás, los amigos se multiplican. Yo dejé de verla hace unos años, pero mi cariño por ella no menguó ni un ápice. Hija y nieta de banqueros, pero alejada de ese mundo que no le interesaba. Su presencia llenaba las estancias, cuales fueran. Se llamaba Esperanza, y en Sevilla era Macarena y trianera. Como Agustín de Foxá, no soportaba el clima filipino, el de su marido. «Y pensar que no puedo, en mi egoísmo/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja./ Que he de marchar yo sólo hacia el abismo,/ y que la luna brillará lo mismo/ y ya no la veré desde mi caja». Eso, el Misterio. Seguro estoy de que el Misterio ha dejado de serlo para Pitita Ridruejo, la gran mujer que nos ha dejado.
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