Opinión

Catorce delfines

El sábado amaneció la playa de Oyambre, en Valdáliga, entre Comillas y San Vicente de la Barquera con catorce delfines muertos. Eran diecisiete. Entre los agentes de Medio Natural, los alumnos de una escuela de surfistas y voluntarios, tres delfines fueron devueltos a la mar. Y escaparon. Nunca se había producido en Cantabria un despiste, o un suicidio de delfines de esta magnitud. En la prensa capitalina, ni una reseña.

Desde la ría de La Rabia, que separa a Comillas de Valdáliga hasta el cabo de Oyambre que delimita las playas del mismo nombre y Gerra, ya en la Barquera, se abre la esplendorosa playa de Oyambre, que fue a principios del siglo XX aeródromo obligado del avión llamado «Pájaro Amarillo», que por el peso de un polizón a bordo no pudo alcanzar las costas de Francia. Un monumento y un estupendo libro con documentación aportada principalmente por el marqués de Movellán recuerdan la hazaña. La playa de Oyambre, también jesuítica – los seminaristas de Comillas accedían a sus dunas por una senda junto a la costa-, en los períodos de las mareas vivas pasa de cubrirse en algunos tramos plenamente por las aguas a ofrecer más de quinientos metros de arena fina para llegar a la orilla. Los diecisiete delfines toparon con el pedregal que se ha formado al principio de la playa, y con la bajamar aparecieron sus cuerpos varados. Diecisiete. Y eso es noticia. Una noticia triste, alegrada por un ingenio de la zona.

La teoría del paisano es que el jefe del grupo es el Puigdemont de los delfines, que arrastró hasta la tragedia a todos los suyos, y finalmente pudo escapar en compañía de delfín Matamala y la delfina Ponsatí. El resto, catorce delfines, no pudieron ser salvados y sus cuerpos están siendo analizados en los momentos que escribo. Los agentes de Medio Natural calculan que el peso medio de los delfines muertos supera los 450 kilos, y que los devueltos a la mar con ímprobos esfuerzos, es decir, los delfines Puigdemont y Matamala y la delfina Ponsatí, pasaban con holgura la media tonelada. Suficientes reservas para costear por el Cantábrico hasta Fuenterrabía, superar el Golfo de Vizcaya por el litoral de Francia, cruzar el Canal de La Mancha y descansar al fin en las inmediaciones del puerto belga de Amberes, rico en mejillones y cercano a Waterloo.

Pero bromas aparte, un despiste o un suicidio masivo de delfines resulta estremecedor. De cuando en cuando aparece en las playas del norte el cadáver de un delfín, y el pasado año, hasta de una ballena rorcual, que eligió para morir la playa santanderina de Bikini, al igual que el zifio encontrado muerto en las arenas de la playa de Ris, en Noja. Hace quince años, una foca monje decidió pasar una temporada en la bocana del Puerto de la Barquera, y cuando el instinto le ordenó la despedida, se marchó con muchos kilos de más como consecuencia del mimo alimenticio de los barquereños.

Pero las imágenes de diecisiete delfines varados en una playa, no es visión normal en nuestras costas. Algo hay, que los humanos no entendemos, en la decisión y resolución de esos animales maravillosos que un día, o engañados por el jefe de grupo,
–Puigdemont–, o hastiados de nadar sin rumbo fijo, deciden morir en los espacios de los humanos para obligarnos a reflexionar. Delfines muertos, secos sobre las arenas, como las barcas varadas en el litoral malagueño que canta en su soleá Manuel Altolaguirre. «Las barcas, de dos en dos/ como sandalias al viento/ puestas a secar al sol».

Hoy ha amanecido triste y lluvioso. Oyambre no se ha despojado aún de su melancolía de tanatorio involuntario de delfines. En la costa de los vascos, los marineros y pescadores llaman a los delfines «tolinos» y guardo miles de saltos en la memoria de mis miradas de la infancia. Pero ni a Ondarreta, ni a la Concha, ni a Gros, ni a Zarauz o Fuenterrabía llegaban para morir delfines, ballenas o focas. A Ondarreta bajaba todos los días del año a darse un chapuzón mi tía Nekane Goicomendi-Eguren y Aldama, mujer de sobradas carnes y lacios bigotes, pero jamás fue considerada foca-foca, de las fetén. Era tan gorda, que en el baño de su casa hizo chupón y tuvo que ser rescatada por los bomberos. Cosas de la vida.

Oyambre será para siempre, de hoy en adelante, la playa de los delfines muertos. Catorce delfines muertos. Catorce enigmas. Los tres que escaparon ya surcan los mares rumbo a Bélgica. En ocasiones los animales imitan a los hombres, y el farero de La Rochelle asegura haber avistado a los delfines Puigdemont, Matamala y Ponsatí saltando entre espumas alegres y sin mirar hacia atrás.

Catorce delfines muertos en una playa, y fuera de aquí, nadie le ha concedido importancia alguna a la tragedia.