Opinión

Hasta el gorro

En Francia se juega mucho a la petanca, una tontería de juego. En Madrid, hay partidos de jubilados los sábados y los domingos, pero sin público. Recuerdo que en las cercanías del golf de Chantako, entre San Juan de Luz y Ascain, formé parte de la multitud que seguía con gran interés la final del Torneo de petanca del «Pays Basque», que se disputaban Jean Iruin y Pipette. Pipette era gordo y simpático pero el público sólo aplaudía las buenas tiradas de Iruin. Supe de la causa del agravio comparativo. Pipette había ganado en catorce ocasiones el campeonato, mientras Iruin no tenía título alguno. Para mayor incomodidad anímica, Iruin había perdido diez finales contra Pipette y el público no se lo perdonaba. Iruin era natural de la cercana localidad de Urrugne y Pipette era corso. Ante mis ojos, y con mi único y solitario aplauso, Pipette le dio un repaso a Iruin y se hizo con su décimo quinto campeonato, mientras Iruin lloraba con zollipos y jipidos. Me lo dijo mi amigo Egoscozábal. «La gente está hasta el gorro de que gane Pipette».

Salvando las distancias, algo parecido sucede con Nadal y el público de París. Los franceses están hasta el gorro del imperio de Nadal sobre las canchas de arena batida de Roland Garrós. Con un viento infernal, Nadal le dio un repaso a Roger Federer el pasado viernes, y hoy, domingo, disputa la final. De ganar, lo hará por duodécima vez, lo cual se me antoja una maravillosa pasada. El público de París nada tiene que ver con el londinense de Wimbledon. Es más gritón y no disimula sus preferencias. Por otra parte, es un público compuesto de seres vivientes en su totalidad, mientras que en Wimbledon las tres primeras filas de la grada baja situada a la izquierda de la tribuna de autoridades las ocupan doscientos aficionados fallecidos a los que se les permite resucitar todos los años para asistir a la fase final del gran torneo. Unos aficionados, más allá de cualquier pasión, que aplauden las buenas jugadas sin importarles si el «passing shot» lo ha culminado un británico, un español o un yugoslavo.

En París, el noventa por ciento de la multitud animaba a Federer, lo cual a Nadal le importó un pimiento. Pero, sin hacer un gran esfuerzo, comprendí la frustración de aquella buena gente. Llevan decenios sin que un francés alcance la final. Creo que el último que llegó a la final coincidió con los primeros años de poder del general Charles De Gaulle, que hogaño descansa en su mausoleo de Colombey Deux Eglíses. Y para los franceses, que un español, humilde, bien educado, genial y tenaz haya conseguido en once ocasiones su prestigioso torneo de tenis y se clasifique para la final de nuevo, es más que un inconveniente. Es una herida a su dignidad. De ahí la frialdad del público con Nadal, que terminó con suma facilidad con el tenista suizo Federer, que bromas aparte, es un tenista excepcional y caballeroso.

Escribo con anterioridad a la segunda semifinal, que disputarán el serbio Djokovic y el austríaco Thiem. Me da igual que gane uno u otro. Y es más. No me preocupan ni el uno ni el otro, porque Nadal, triunfe o sea derrotado en la final de hoy domingo 9 de junio, ya ha vencido. Ha vencido abrumando de hastío al parcial público parisino, que está hasta el gorro – y con sobrados motivos- de nuestro inconmensurable campeón, el mallorquín –manacorí-, Rafael Nadal.

Pipette, en Chantako, al recibir su trofeo, se dirigió al público allí congregado, y le hizo una butifarra. Salió por pies. Nadal, que sabe lo mucho que turba a los parisinos que se sientan en las tribunas de Roland Garros –que era piloto y no tenista-, reacciona siempre con humildad y señorío. Pero no lo atosiguen. Si Nadal se empeña en seguir los pasos de Pipette, conseguirá quince títulos del Internacional de París. Hasta que el público, hasta el gorro, abandone para siempre su afición.

Que se fastidie.