Opinión
¿Ordenación sacerdotal de mujeres?
Próximamente va a comenzar el anunciado Sínodo de Obispos para la Amazonía. En estos últimos tiempos se ha hecho pública la noticia de que los Obispos alemanes proyectaban también un Sínodo. Sobre uno y otro acontecimiento aparecen informaciones de que van a tratar de la modificación de la disciplina eclesial del celibato, de la ordenación de sacerdotes casados, «viri probati», o de la ordenación de las mujeres. Además, sobre el Sínodo alemán se vierten rumores que se va a intentar cambiar algunos temas de moral sexual o matrimonial y revisar la actual doctrina moral de la Iglesia Católica sobre esos temas; hay voces que alarman sobre un previsible cisma... Vamos, que medios de comunicación y redes sociales están moviendo un ambiente que en nada favorece la paz y la unidad interna de la Iglesia. Pues bien, personalmente, no creo que haya ningún cisma, porque la palabra del Papa está siendo muy clara. Escribió, hace poco, sobre el proyecto alemán una carta preciosa dirigida al Pueblo de Dios en Alemania, que marca la ruta y disipa todo temor a un previsible disparate, que nuca ocurrirá: esta es mi fe, mi confianza y mi oración que se une a la de Jesús «que seamos uno para que el mundo crea», que es lo verdaderamente importante: que el mundo crea. Respecto a los temas del sacerdocio estimo que ni el Papa Francisco ni un servidor veremos hecho realidad tal intento, si es que lo hay.
A propósito de la ordenación de mujeres, me remito a una Carta Apostólica de hace unos años del Papa San Juan Pablo II dirigida a los Obispos de todo el mundo sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres. Se trata de un texto muy importante, que no debería pasar desapercibido por los fieles y por todos. El Papa, Juan Pablo II allí, en esta Carta, hablaba en cuanto pastor supremo de la Iglesia, Sucesor de Pedro, con la expresa intención de confirmar en la fe a los hermanos, como corresponde a lo que es propio de su ministerio. Hablaba sobre una cuestión que atañe a la constitución divina de la Iglesia: el sacerdocio ministerial, que hace presente sacramentalmente a Cristo, sacerdote, cabeza y Pastor de su Iglesia. En virtud de su ministerio apostólico declaraba que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres». Esta enseñanza, afirmó el Santo Padre, «debe ser tenida por todos los fieles de manera definitiva».
Durante tiempo se ha venido hablando de la posibilidad de la ordenación sacerdotal de la mujer. Además de una consideración de tipo pastoral, como la escasez de vocaciones sacerdotales y la necesidad de sacerdotes, se ha dicho, por parte de algunos teólogos, que no había razones teológicas en contra; que, si hasta ahora las mujeres no accedían al ministerio sacerdotal, era por una pura cuestión cultural: en la cultura dominante, hasta el momento, a la mujer se le ha relegado a un segundo plano. Se ha afirmado que la no ordenación sacerdotal de la mujer margina a ésta dentro de la Iglesia, siendo así que en ella todos participamos de la común dignidad que caracteriza a sus miembros; y que tal posición de la Iglesia católica atenta contra los derechos de la mujer que es igual en derechos al varón. En algunas confesiones cristianas, por ejemplo la anglicana, no sin tensión interna, se ha introducido, apoyándose más o menos en los anteriores argumentos, el que la mujer acceda al sacerdocio ministerial. ¿Por qué la Iglesia católica, a pesar de todo eso, se mantiene firme sin embargo en su posición de la no ordenación sacerdotal de la mujer?¿No cambiará su posición? La Carta del Papa San Juan Pablo II venía a enseñar a todo el Pueblo de Dios que en esta materia, que pertenece a la misma entraña y esencia de la Iglesia, ni él ni nadie en la Iglesia puede hacer otra cosa que admitir a la ordenación sacerdotal solamente a los varones. Y que esto es irreformable. La razón que dio el Papa es básica y tiene unas consecuencias muy grandes para todo en la Iglesia. La Iglesia «en modo alguno tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres» porque así nos viene por la Revelación que ha acaecido plenamente de manera irrevocable y definitiva en Jesucristo y por la Tradición de la Iglesia, que, asistida por el Espíritu Santo, actualiza, no la crea ni la modifica, esa Revelación a lo largo de los siglos. Desde la concepción católica de «Revelación», ésta entraña una realidad que le es dada al hombre como algo que soberanamente le adviene y es independiente de él. La Revelación se apoya en la manifestación de Dios mismo en persona a través de acontecimientos, más allá de las interpretaciones y decisiones del hombre. Por ello, como la Revelación, a la que pertenecen también los acontecimientos –y sobre todo el Acontecimiento único e irrepetible de Jesucristo–, no es obra del hombre, no está tampoco en nuestras manos el modificarla al hilo de las experiencias humanas, de las situaciones sociales e históricas o de las diversas culturas.
De aquí se deriva algo muy importante para toda la Iglesia, para todo aquello que pertenece a su identidad y a su constitución: que nadie podemos disponer de la fe y de la vida cristiana, ni sentirnos dueños ni señores de ella. No podemos cambiar sus elementos esenciales al hilo de los movimientos cambiantes de la historia o de las «exigencias» de un tiempo o de una cultura determinada. Eso sólo sería posible si la fe fuese producto de la especulación y creación de los hombres. Pero no es así. Cuando se convierte a la cultura en el criterio y medida de la fe, se pone en cuestión el fundamento mismo de la fe. Si la cultura es la que decide lo que es válido y lo que no lo es en la fe y en la vida de la Iglesia entonces estamos diciendo que Jesucristo no ha sucedido. Su persona, sus obras, sus gestos no tendrían un valor definitivo de Revelación última y plena. En este caso no sería El la Palabra de Dios hecha carne, en el que Dios nos lo ha dicho todo; tendríamos que esperar otra revelación; no estaríamos salvados. Y esto es lo que está en juego en la ordenación sacerdotal de la mujer. Es una cuestión que pertenece a la entraña de la fe. Y por eso la Iglesia, aunque quisiera, no puede hacer otra cosa que seguir lo que Cristo hizo, recogido en las Sagradas Escrituras, el cual eligió a sus Apóstoles sólo entre hombres.
Por eso estemos muy tranquilos que no llegaremos a ningún cisma. Pero eso sí, hay que rezar mucho por la unidad y comunión plena de la Iglesia y por la fidelidad al Papa, a la Revelación y a la Tradición de la Iglesia, y esto no se va a poner en tela de juicio, aunque sean muy distintos, ni en el Sínodo de la Amazonía, ni en Alemania. No puede hacerse, se dejaría de ser la Iglesia que Jesús ha querido. Repito una vez más, no obstante: oremos por la unidad-comunión de la Iglesia para que evangelice, que ese es su cometido principal que la constituye y la mayor de sus urgencias: evangelizar, como en los primeros tiempos, para hacer cristianos que vivan la comunión de la Iglesia.
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