Opinión

Los menguados

Santiago González, precisión y talento, califica a Torra de menguado, calificativo acertado y elegante. Es político menguado, empequeñecido por su insignificancia. El inconveniente de su jibarización no es otro que el peligro que lleva siempre en sus entrañas un mediocre sin esperanzas. Está confundido. Ha llegado a una cumbre cuyo suelo resbala y lleva hasta el precipicio. En el Diccionario de Tontos, obra maestra e inconclusa de Jaime Campmany, Torra sería un «Tonto de Lazo» o «Tonto con Chapetas». Es un menguado abducido por una voluntaria inmadurez. No es comparable al caso del tercer hijo del conde de los Predios Jerónimos, Juan Baldontín de Ansúrez y Fernández de Zamora. Juanito no era tonto, pero quería serlo. En el inmenso campo de su padre, «Las Coscojeras», cuando cumplió 25 años, le instalaron un parque infantil con toda suerte de juegos y diversiones. Un tobogán, la casa de los Siete Enanitos, y un chisme para trepar. Se daba unos jardazos de aúpa. Y de tonto por naturaleza, nada de nada. Se licenció con brillantez en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos, y llevaba la finca y su administración con éxito y sabiduría. Pero veía un tobogán, y como deseaba ser tonto, emitía un sonido gutural de gozo y se deslizaba por su precipitada superficie. No le gustaban los columpios, que en su opinión es juego de tontos del culo, y no de inteligentes con vocación de tontos. No he tenido oportunidad de saber si a Torra le divierte columpiarse, pero nada me extrañaría. He intentado hablar en distintas ocasiones con su jefe de gabinete y siempre que he llamado me han dicho que estaban reunidos con amigos del CDR, que ignoro quienes son y a qué se dedican.

Otro menguado es el pobre Puigdemont. Lo están dejando solo. Empieza a sufrir el «Síndrome de Waterloo», una situación de permanente melancolía que padecen todos los que viven en Waterloo sin ser naturales de Waterloo. Abandona su casa por las noches, enciende una antorcha, y se ríe mal. Para mí, que además de menguado, está como una chota. Los belgas se han cansado de él, y apenas le hacen caso. Los agentes del servicio de seguridad que el otro menguado, Torra, le ha establecido a cuenta de los contribuyentes españoles, han superado ya la primera fase de la depresión. Porque el problema de Puigdemont es que no necesita servicio de seguridad porque los poquísimos visitantes que acuden a Waterloo son, o bien familiares suyos, o amigos de toda la vida, sin pretensión alguna de crearle incomodidades o molestias. El independentismo catalán nos está demostrando el grave error de considerarlo potente y peligroso. Todo movimiento dirigido por dos menguados, consistente en mantener el enfado de los menguadísimos, termina por caer en un barranco aunque no exista el barranco. En Bélgica, «Le Plat Pays» de Jacques Brel, no hay barrancos. El accidente natural más peligroso que puede encontrarse un paseante por los campos belgas, es una madriguera de conejos, que tampoco abundan. No obstante, sus escoltas que le acompañan en el paseo, al advertir el pequeño montículo de tierra que dejan los conejos cuando perforan la tierra en pos de sus habitáculos, se lo advierten: –Mucho cuidado, señor Presidente, con la madriguera de la izquierda–. Y Puigdemont, obviamente, con bastante esfuerzo, supera el peligro.

La soledad de Puigdemont es digna de ser cantada por Serge Reggiani o Georges Moustaki, que triunfaron con sus versiones de «Ma Solitude», una balada triste y preciosa del decenio de los setenta del pasado siglo. Y el único que puede entonarla ante Puigdemont es el del preservativo en la cabeza, el tostón de Luis Llach, y hasta ahí podíamos llegar. «Prefiero la extradición a que venga a cantarme Llach “La Solitude”», dicen que murmuraba en una de sus diarias pesadillas.

En fin, que habrá sentencia, que los eternos perdedores perderán de nuevo después de dar la tabarra, y que al cabo de unos pocos meses, nadie se acordará de los presos, los lazos y la «República». Así está escrito.