Opinión
La Corona
El excesivo entusiasmo, el elogio desmedido y la emoción incontrolada no le convienen a la Corona. Otra cosa es el pragmatismo y el sentido común. Los monárquicos de antaño no son los de hogaño. Aquellos se dejaban llevar por las emociones, y los de hoy, por la reflexión ante los acontecimientos que se suceden en España. Me preguntaba días atrás un redactor de La Razón por mi condición monárquica, y le respondí que en una sociedad tan agrietada como la nuestra, y recientemente dividida de nuevo por culpa de políticos cobardes y traidores, sólo la Corona nos garantiza la unidad de España desde el sosiego y la naturalidad. No es necesario recurrir a los dos períodos republicanos en España para asumir que la República ha sido nefasta para los españoles, su convivencia y su armonía. Hoy, España se enfrenta a retos insospechados hace pocos años. Y el Rey, cuando se ha sentido amparado por sus competencias constitucionales, ha hablado sin miedo desde su posición que sobrevuela las contingencias políticas. Pero no se le puede pedir al Rey que supla con frecuencia los silencios interesados y electoralistas de los dirigentes de los partidos. Por otra parte, los discursos de la Corona se miden hasta en las tildes y las comas, los punto y coma, y el punto final.
El pasado viernes, mientras Barcelona se consumía en odios viscerales con una guerrilla terrorista perfectamente adiestrada por los gobernantes de Cataluña, los fugados a Waterloo, los dineros de un húngaro residente en Suiza y la inactividad de un Gobierno en funciones cuyo Presidente sólo ambiciona seguir en el poder en su propio beneficio, en Oviedo la Corona daba una nueva lección de patriotismo, entrega, buena educación y servicio a los españoles durante el acto de entrega de los premios «Princesa de Asturias». El Rey, en esta ocasión no podía decir más de lo que dijo, y envió el mensaje a todos los españoles – coraje, servicio, valentía-, por medio de las palabras que dedicó a su hija y heredera de la Corona, la princesa de Asturias, que debutó en público con un discurso perfecto, ceñido a la emoción admisible, y pronunciado con una soltura impensable en quien jamás había hablado en público. El Rey lo hizo hace 38 años, y estuvo bien, pero su hija lo hizo el viernes mucho mejor. Y las palabras finales del Rey, hablando sin papeles, elogiando la personalidad de los premiados uno por uno, y recordando la grandeza de la Historia y el protagonismo de España en los mundos del arte, de la literatura, de las ideas, de los caminos oceánicos, del idioma común y de la España que nos hace sentirnos orgullosos a todos los que hemos nacido en este suelo privilegiado, resultaron mucho más eficaces sin hacer mención, pero recordando las dificultades y los riesgos, a la desastrosa gestión política de la cobarde inacción central y la traidora gestión periférica que han llevado a Cataluña a los paisajes de una guerra cruel de ellos contra ellos. Si el Rey se refiere a Cataluña en sus palabras, habría dado a los terroristas callejeros del «Tsunami» de Puigdemont y Sastre, el asesino, los CDR de Torra y los salvajes importados y adiestrados con la financiación del siniestro húngaro y amigo de Sánchez y de Iglesias, toda suerte de argumentos demagógicos y mentiras clasificadas. El Rey le recordó a su hija, sencillamente, su compromiso con el esfuerzo de servir a España, sin diferencias, distinciones ni cansancios.
Saltar de las imágenes de Oviedo al paisaje bélico y terrorista de Barcelona, con unas fuerzas policiales agotadas y maravillosamente resistentes, resultó devastador. Pero con la esperanza como protagonista de la visión de la mugre. Cataluña resistirá, y los que la han llevado al caos de la mentira y el odio, terminarán entre rejas u olvidados en el exilio de los cobardes. Y esa esperanza la ofreció el Rey sin tapujos, desde unas palabras a su hija, en las que le recordó el primordial servicio de la Corona. Amar a España desde la independencia y el servicio a todos cumpliendo con los deberes de la Monarquía Constitucional. Bien por el padre, bien por la hija. Y a los millones de catalanes que padecen estos días la amenaza del odio y la sinrazón, ánimo y esperanza. Se lo dijo a todos, uno por uno, el Rey.
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