Opinión

Franco en el helicóptero de Tulipán

Cuando llegamos al colegio y nos dijeron que nos fuéramos a casa porque Franco, ese hombre, había muerto, estalló una fiesta. Nos hubiéramos emborrachado de tener edad. Por aquel entonces ya había sufrido un coma etílico tras robar del mueble bar una botella de anís del mono, tan dulce que diríase golosina.Corríamos por las calles adoquinadas como si nos buscara el famoso helicóptero de Tulipán, que se colaba en los recreos para darnos de merendar. Una locura. Era noviembre, pero en el recuerdo el sol crecía con nosotros como si se acercara la primavera. Es curioso que aquel helicóptero, u otro, qué más da, vuelva a ser hoy protagonista de un acontecimiento que pasará a los anales por ridículo en su acepción de hacer de algo trascendente un vodevil. Eso lo supe más tarde leyendo a Kundera. El Gobierno saca a Franco, ese hombre, para animar el descanso entre la barbarie catalana y las elecciones del 10-N. Solo falta que repartan bocadillos de jamón serrano, que diría el presidente. Pues eso es lo que anhela Sánchez, no colocar en su sitio a la Historia sino entretenernos con una película de miedo que luego resultó una comedia landista sin calzoncillos. Pajares y Esteso en una cinta de Haneke. Para los que fuimos niños y apenas sabíamos del mandamás que regía la unidad de destino en lo universal, Franco fue ese día libre en el que se respiraba olor a castaña, poco más. En los manuales de la EGB, no existía la asignatura franquista, de la misma manera que hoy no se estudian los ríos ni la lista de los reyes godos, con aquellos nombres extraterrestres, que de ahí debe venir el guerracivilismo. De repente, la calle se llenó de un griterío que haría palidecer a un gallinero. No por la muerte de un dictador sino por encontrar una excusa de hacer novillos consentidos. Luego, en las casas, la televisión en blanco y negro se volvió aburrida hasta para los abuelos así que nos fuimos por los caños a asustar a los peces y a los pájaros y las madres preparaban el Tulipán en un acto premonitorio de lo que sucederá hoy. La felicidad era un guiso de papas con calamares, sentados a la mesa que hacía del actual diván del psiquiatra. Esa es mi memoria histórica, pervertida por soflamas estériles y discursos engolados, más rancios que aquellos tiempos de pan con manteca. Los escolares de ahora jugarán al Fortnite como si no hubiera un mañana, y hacen bien porque puede que no lo haya mientras la política del «like» se ocupe de los difuntos en lugar de atender a los vivos.