Opinión
Bailar con la más fea
No conseguía entender por qué Sánchez convocó elecciones si todos (y cuando digo todos quiero decir TODOS) nos dábamos cuenta de que era una mala idea. Por puritita lógica, que Iglesias y el líder de PSOE no fueran capaces de alcanzar un acuerdo iba a restar votos en unas próximas elecciones. La imagen de incapacidad para pactar y evitar otra visita a las urnas daba la impresión de, en el mejor de los casos, una lucha de egos desmedida y, en el peor, una ausencia absoluta de responsabilidad de estado. Por puro aburrimiento, vaticinábamos todos, la abstención subiría. Por enfado, VOX también. Y por descarte, PP se mantendría o subiría tímidamente con un Casado al frente que parece querer vendernos una enciclopedia o un robot de cocina (cómo habría cambiado la cosa si Cayetana Álvarez de Toledo hubiera sido candidata). Quizás era Sánchez el único en no verlo. Quizás tenía cerca a los asesores más obtusos (o a los más optimistas) del planeta.
No conseguía entender cómo, en mitad de una inusual campaña para unas inusuales segundas generales en menos de un año y con un gobierno en funciones, no se les ocurre nada más urgente que desenterrar a Franco. Con Cataluña convertida en un polvorín, el ejecutivo se dedica a invertir tiempo y dinero en sacar al dictador del Valle de los Caídos y trasladarlo a Mingorrubio en helicóptero. Mira que le gusta a este hombre la fanfarria aerea. Casi parecía una provocación. Evidentemente, VOX sube al instante en las encuestas. ¿Qué esperábamos? Se estaban apagando fuegos con gasolina. Quizás era Sánchez, de nuevo, el único en no verlo. Quizás no tenía ni un solo asesor cerca. No estaban muertos, estaban de parranda.
Parecía la secuencia de maniobras más erráticas del momento, pero tras el pacto de ayer me da la sensación de que estamos, en realidad, ante la más perversa trampa de Sánchez El Bello. Solo hay que ver en perspectiva todo lo acontecido para juntar las piezas.
Tenemos a un narcisista kamikaze capaz de cualquier cosa con tal de alcanzar (y mantener) el poder. Su trayectoria le delata: artífice de los peores resultados del PSOE en unas elecciones, destituído en un Comité Federal, dejó su escaño en el Congreso, se presentó a Primarias como militante y las ganó, llegó a la presidencia del gobierno tras una moción de censura y se enrocó para no convocar elecciones hasta que fue insostenible y no tuvo más remedio que hacerlo. Dos veces. Sánchez es el tipo de hombre que aparece al final de la película tras los títulos finales de crédito, cuando ya ha muerto todo el mundo, en medio de la ciudad desolada y en llamas, sacudiéndose el hombro para quitarse una pizca de ceniza y mirando a cámara con media sonrisa. “Ahora sí” dice. Fundido a negro.
Como decía. Tenemos al kamikaze encantado de haberse conocido, tenémos a otro egocéntrico deseoso de asaltar las puertas del cielo y que lo ve demasiado cerca como para dar un paso atrás (absteniéndose sin reclamar nada, por ejemplo), a una alternativa un pelón despistada, a unos empresarios que no se fían del de Galapagar y su tropa, unos números que no dan… ¿Cómo legitimamos el único pacto posible para mantenerse en Moncloa? ¿Cómo hacemos para que no se nos echen encima unos ni otros, para que no parezca que traicionamos a nadie? Es fácil y la jugada es maestra. Aquí les doy la receta:
Fingimos estar abiertos a negociar y formar un gobierno estable para el país. Dejamos que Iglesias se venga arriba y exija, nos ponemos dignos y decimos que no, hacemos como que seguimos intentándolo, decimos que todo es inasumible, rompemos la baraja si no nos aceptan pulpo como animal de compañía, convocamos elecciones obligadísimos por las circunstancias. Convocamos, ojo, las elecciones que nadie quiere, sabiendo que vamos a bajar en votos, sabiendo que VOX subirá alarmantemente. Y entonces, cuando además Ciudadanos se ha descalabrado (ese partido con el que no queríamos pactar pero que podría, si no lo hacíamos, pactar con la derecha y hacernos pupita), cuando la ultraderecha, efectivamente, ha subido y está ya llamando al timbre y podemos azuzar con nuestro “que viene el coco particular” . Cuando tenemos a todo el mundo enfadado y temiéndose unas terceras elecciones, entonces y solo entonces, enarbolamos la bandera de la responsabilidad de estado, de la necesidad de un gobierno estable, de defensa de las instituciones, del pan de nuestros hijos, de la integridad física de nuestras mujeres. Y aceptamos lo que antes no pudimos. Que se note que nos sacrificamos por España. Pero sin decir “España”.
Podrían haber negociado hace unos meses llegando al mismo pacto que ayer y sin hacernos desfilar de nuevo al colegio electoral, pero no habría sido lo mismo. Sánchez El Bello no quiere ser Sánchez El Breve. Quiere ser Sánchez El Grande. Sánchez El Imprescindible. Sánchez I de España.
Y yo, de Iglesias, me andaría con cuidado. El pacto que han firmado (tan luz de gas, tan vacío y lleno de lugares comunes, tan discurso de Miss ante el jurado en pleno certámen. ¿Qué loco firmaría un acuerdo que no pretendiera consolidar el empleo estable, uno contra la corrupción o contra la paz en el mundo?) no es para Sánchez más vinculante que su “no podría dormir tranquilo con un gobierno de coalición con Podemos” o su promesa de derogar la ley mordaza que, por arte de birlibirloque, se ha convertido en la posibilidad de que el gobierno cierre páginas web, real decreto mediante, siempre que “supongan una amenaza inmediata y grave para el orden público, la seguridad pública o la seguridad nacional”. Es decir, cuando le salga de las gónadas.
Así pues, señoras, señores, damas y caballeros, ciudadanos todos, en este baile nos acaban de hacer un ocho y nos toca, una temporadita y si no cambia nada, bailar con la más fea. Y no es Pablo Iglesias, precisamente.
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