Opinión

Prudencia

La ideologización política, o seudopolítica, que ahoga la vida española hace muy difícil la común aceptación de casi nada, una situación ciertamente deplorable. Pero no conviene obviar la realidad. Si algo resulta evidente hoy es que, tras no pocas insensateces de nuestros políticos, hemos vuelto a conformar dos Españas, cada día más apasionadamente enfrentadas. El maniqueísmo se impone sin el menor atisbo de moderación. El vaciado del lenguaje refleja el dominio de la banalidad y abre la puerta a la sacralización propia y a la demonización ajena. Nosotros y ellos.

El discurso político ¡qué miseria! se instala sobre dos pilares, «progresista» y «facha», los cuales soportan el muro de la incomunicación. Ambos términos resultan conceptualmente huecos. Apenas son dos etiquetas que solo encubren el rechazo al otro. «Progresista» es una mandanga que recuerda al «cúmplase la voluntad nacional», que Espartero procuraba hacer coincidir con la suya, y se acabó. Una serie de tonterías, cuentos y pejigueras que solo pueden arraigar en la flema, la indolencia, la pachorra y sobre todo la ignorancia de quienes renuncian a cualquier crítica intelectual.

«Facha», siempre según la RAE, no pasa de referirse a una apariencia exterior poco lucida. En términos políticos, como síncopa de fascista, se ha convertido en una forma de descalificación universal del «enemigo». La generalización de su uso permite motejar de «facha» a cualquiera. Hace tres cuartos de siglo, Orwell advertía ya que, en la política cotidiana, ese término había perdido los últimos vestigios de su significado, completamente desprovisto de sentido. Lo mismo cabría decir de «progresista». Pero a los repartidores de «carnets», les da igual. Lo importante es que «progresista» y «facha» se excluyen de forma absoluta, recíprocamente.

Si los «comunicadores», que escuchan a todas horas ambos términos, pidieran «ingenuamente» al político de turno una definición de «progresista» y «facha», tal vez se encontrarían con la misma sorpresa que sí, a muchos de los seguidores de don Francisco, les hubieran preguntado que era el glorioso Movimiento Nacional. El problema es que, por esta vía, lo adjetivo desvirtúa lo sustantivo. Así hombre, mujer, el ser humano va quedando reducido a algo irrelevante; lo «significativo» es la «marca». Y las marcas pueden ser incluidas o retiradas del mercado a través de la propaganda; del marketing de la publicidad. En eso estamos.

La coyuntura por la que atraviesa nuestro país es preocupante, más allá de que esta realidad se disimula o se acentúa a través de opiniones de cualquier signo. Las instituciones se ven paralizadas, en parte, y superadas, más de lo deseable, por las circunstancias políticas. La tensión social va in crescendo seriamente, en tanto que la amenaza de la recesión económica muestra ya algunos efectos negativos. Al presente estado de cosas han contribuido, por acción u omisión, los responsables del gobierno de España desde 2004 hasta la fecha. y, por debajo, aflora la frustración de amplios sectores de la población.

Los jóvenes, atenazados por el paro, uno de cada tres; los autónomos, profesionales liberales y pequeños empresarios que han visto empeorar su nivel de vida; el conjunto de ciudadanos que no se sienten identificados con la situación política, económica, cultural y, en muchos casos ni con ellos mismos, proyectan su descontento y su desesperanza contra casi todo. Las respuestas institucionales no son tranquilizadoras y cada vez más gente acepta el caos como hipotética solución mesiánica; al menos de manera retórica. Otros se aferran al «buenismo» y muchos frivolizan sobre lo que estamos viendo con el clásico «no pasa nada», por toda reacción. Un fatalismo creciente, traducido en «da lo mismo», a manera de confesión de impotencia y la desorientación, cada día mayor, completan el panorama. El caldo de cultivo, en fin, de la revolución de la nada.

Caminamos a diario hacia un gran fracaso colectivo. Mientras el país se descose y la violencia verbal y física va tomando cuerpo, los políticos ejercen el papel de agitadores. Olvidan que la política es pedagogía, buena o mala, pero inevitable. La peor herencia de unos gobernantes no es su incapacidad, su ínfimo nivel de preparación, con o sin títulos obtenidos de modo fraudulento y, a partir de ahí, unos negativos resultados políticos y económicos. Lo verdaderamente peligroso es que con su prédica mendaz, a una hipotética sociedad moral y legal de personas libres e iguales, acaban vaciándola de contenido real. La consecuencia nefasta que se produce cuando quienes detentan el poder ejemplifican unas conductas que, en la práctica, sumen a esas personas en la desorientación y la inmoralidad. Tales comportamientos asentados en el «todo vale», especialmente para conseguir el poder, conducen a la degeneración y a la frustración colectivas.

No es posible que España se resigne a la mediocridad y al sectarismo. Es hora de exigir prudencia a los responsables de la complicada situación en que nos hallamos. La prudencia, a la que Sófocles consideraba la base de la felicidad y de la que Epicuro diría, más tarde que era más apreciable que la filosofía, porque de ella emanan todas las demás virtudes. Afirmaba que no es posible vivir feliz sin sensatez, honestidad y justicia. Aunque filosofía y felicidad no cotizan al alza en estos tiempos, la primera resulta necesaria y la segunda irrenunciable. Y lo mismo cabría decir de la honestidad y de la justicia. Es tiempo de prudencia para evitar arrepentimientos tardíos.