Opinión

Un país ante el espejo

España se mira a sí misma y le cuesta reconocerse. Cada día se ve más desfigurada por la erosión del revanchismo agresivo de los «hunos» y la complicidad cobarde de los «hotros». En el bando de Atila muchos identifican al comando Z.I.S, como los agresores más pertinaces de cuanto suene a español. Entre José Luis y Pedro, el ínclito Miguel busca no perder protagonismo. Este argonauta de secano ha venido más acá de la última Thule y, sin salir de Cataluña, ha descubierto múltiples naciones, como el que encuentra setas en otoño lluvioso. Y sin despeinarse ha dejado en mantillas a Colón, Núñez de Balboa, Magallanes, Elcano, ….

Podríamos afirmar, a la vista del ímpetu descubridor del perspicaz y atrevido secretario de los socialistas catalanes, que su aportación al futuro del mundo resulta impagable. Pues si es, o no, invención postmoderna, vive Dios que no lo sé, pero grande cosa ha sido su invención de la Nación, que diría hoy Baltasar del Alcázar. España convertida en «este país», y así descuartizada, se asoma al precipicio de la confusión, preocupando seriamente a muchos españoles, los cuales exigen ya poner coto a tanta desfachatez.

Sobre estos y otros sujetos esperpénticos, como el marqués de Galapagar; el conde de Estremera y vizconde de Lladoners; el Nerón de Blanes; la baronesa de Barcino; el que la R.A.E. define como «dedicado al tráfico de la prostitución»; y el paisano de turno con su boina, pertenecientes todos al género de los «hemiespañoles», gira el interés de los medios de comunicación y la atención de los ciudadanos. Pero esta galería frenopática solo oculta los motivos de la verdadera enfermedad que padece España. Por ejemplo la desorientación y la pérdida de autoestima, propiciadas por los acontecimientos sucedidos especialmente en los dos últimos años.

Habrá que insistir en que esta especie de asombro paralizante deriva de la corrupción y subsiguiente debilidad de las instituciones; pues salvo el Rey, cumplidor ejemplar de su función, las Fuerzas Armadas, la Guardia Civil y la Policía Nacional, con su excelente comportamiento, cuesta encontrar alguna señal de normalidad en el funcionamiento de otros pilares del Estado de Derecho. Hasta aquí la inmensa mayoría de los españoles está de acuerdo en el diagnóstico de lo que ocurre y también en la necesidad de corregir los graves errores cometidos. Es hora de abordar los problemas, de nada sirve la descripción de los síntomas de la patología que sufrimos, que amenazando con producir la muerte, no solo de un sistema, sino de la propia España.

¿Cómo afrontar la situación? A unos el fatalismo les lleva a afirmar que esto no tiene solución, con el consiguiente argumento de que no se puede hacer nada. En consecuencia abogan por conceder lo que pidan, a los que siempre piden a costa de los demás. Se engañan, pues como se ha demostrado, hasta la saciedad, este tratamiento solo sirve para empeorar las cosas. Los «paños calientes» a costa del desgaste del erario público y de la cobardía disimulada con todo tipo de excusas, de quienes ceden, no frenan la gangrena. Por tanto, no hay otra opción que cortar por lo sano.

No se asusten, ante tal expresión, los apóstoles del «sí pero no»; «bueno»; «claro»; «ya veremos»; «habrá que negociar». Lo ha dicho Felipe VI, con toda autoridad moral y política, se trata de algo tan lógico y obligatorio como aplicar la Constitución y el ordenamiento jurídico vigente. Sólo así podremos reconocernos a nosotros mismos, como ciudadanos libres e iguales, en nuestra condición de españoles. A partir de ahí necesitamos recordar quiénes somos y emprender la senda de la regeneración a corto, medio y largo plazo. Hagamos que para ello nos restituyan, entre otras cosas, algo tan imprescindible como nuestra historia, sin mistificaciones indecentes, y una educación, desde el pluralismo de cualquier clase; con el objetivo de formar para la convivencia, nunca para la confrontación.

Exclamaba Costa, al que le dolía España, contra los políticos de su tiempo ¡qué nos devuelvan las mil islas!, sin saber acaso que solo las Filipinas eran más de siete mil. ¿Se lo imaginan hoy? No daría abasto en sus reclamaciones pidiendo los dineros distraídos por los exgobernantes, gobernantes y sus secuaces. Estaría ocupado a todas horas. Y aún tendría que encontrar tiempo para la reclamación más importante ¡Que no arrastren por el fango nuestra dignidad! En nuestro nombre, al menos, no. Porque, únicamente así podremos mirarnos al espejo y aguantar la mirada.