Opinión

Respeto y Dignidad

Palabras repetidas, tal vez en exceso, vaciadas de contenido, a fuer de vaciarlas, por el ejercicio permanente del engaño. Los efectos de tal degradación son evidentes y convendría evitarlos. No es una cuestión de ideología, de uno u otro signo, es algo fundamental. Porque la piedra angular de toda convivencia es el respeto, eso que Rousseau valoraba más que la admiración. El ser humano que no se respeta a sí mismo dimite, en gran medida, de su condición de tal, sobre todo en su dimensión social.

Tenía razón Ghandi cuando afirmaba que no podía concebir una pérdida mayor que la del respeto hacia uno mismo. Sin embargo, la cuestión empeora cuando el sujeto, carente de respeto, está en condiciones de contagiar de forma masiva a los que le rodean.

Decía Marx (Carlos) que el obrero tiene más necesidad de respeto que de pan. En otro contexto podría predicarse lo mismo del ciudadano en general. En ambos casos sobre el telón de fondo de la dignidad. Respeto y dignidad que, en las sociedades democráticas, encuentran o deberían encontrar, su referente en las instituciones, con el Estado como máxima expresión. Pero, si quienes le representan se aprovechan de supercherías, empezando por la invención fraudulenta del pasado y del presente, desmoralizan a los ciudadanos. El ariete más demoledor del respeto es la mentira.

Mentir compulsivamente acaba convirtiendo al mentiroso en la propia mentira. El descrédito y la desconfianza le terminan acompañando como su propia sombra. El espectáculo es cada vez más grosero. Por ejemplo, el pseudomarxiano incapaz de entender a Marx (Carlos) acaba convertido en seguidor de Marx (Julius Henry, alias Groucho). Repasen la antología «grouchiana» y la encontrarán a la medida del personaje que lleva meses desempeñando el papel central, en la parodia política española, conculcando el derecho de todos a saber la verdad. Su «éxito» radica en la ignorancia de la población, instrumentada socialmente a lomos de una propaganda que no soportaría la menor crítica.

No es cierto que Sánchez se mantenga en el poder, por la vacuidad de la posible alternativa de la oposición. Verdaderamente esta no se muestra demasiado sólida. Pero resulta simplemente imposible superar la oquedad de las propuestas sanchistas. Los factores de su ampliada estancia en La Moncloa devienen de la mayor capacidad de manipulación de los medios a su servicio, y de la dejación culpable de tantos ciudadanos que no se respetan, ni son respetados.

La falta de respeto, derivada de la disfuncionalidad estatal, acarrea siempre alguna forma de indignidad; la degradación institucional y la fragmentación inevitable de la sociedad. Una paranoia creciente. Cuando esta situación toma cuerpo, por la indecencia de unos y la negligencia cómplice de otros, se produce el cuestionamiento del sistema. Tanto desde fuera como desde dentro del propio Estado, con efectos deletéreos. Así se genera el clima de conflicto indeseable, la desconfianza y la desorientación de una parte de la sociedad y la audacia desmedida de otros. La vida pública de nuestro país es hoy una clara muestra.

Oigo y veo a muchas personas que tienen la sensación de haber doblado el cabo de la esperanza de su biografía, como individuos y como miembros de una sociedad que amenaza ruina. No importa la edad de cada uno. Se dan cuenta de que este modelo democrático, manipulado y pervertido, anula su posibilidad de cambiar nada; de sentirse sujetos de su propia historia. Ya no están en la corriente de lo que creían su mundo; su país; su patria. Solo pueden mirar desde la orilla y tratar de resistirse, atenazados por la angustia. Son víctimas de un proceso de «cosificación», aparentemente imparable. El mal es grave y la tendencia al desánimo comprensible. Lo mismo que denuncia el bando opuesto instalado en el engaño, actuando al dictado de discursos vacíos; al ritmo de la mentira; al compás de la falta de respeto. No es menos preocupante el revanchismo visceral que alimenta su audacia y el afán confrontativo. España necesita recuperar con urgencia, el respeto a sí misma y su dignidad porque una sociedad carente de estos valores está condenada a desaparecer.

Por fortuna hay un antídoto regenerador contra la indeseable ausencia de respeto que venimos sufriendo en todos los órdenes. Ese «fármaco» se llama dignidad. Tenemos estos días un ejemplo en este sentido. Una mujer canaria, doña Ana Oramas, lo ha demostrado. Su figura respetable, su coraje, se alzan por encima de la miseria de tantos diputados de diversos colores partidistas, impasibles ante cualquier cosa, salvo la posibilidad de perder sus prebendas.