Opinión

El desentierro de Azaña

No hay duda: desenterrar a los muertos es pasión nacional. ¿Qué incentivos secretos tienen para el español los horrores de ultratumba que no se satisface con ponderarlos a solas y ha de ir a escarbar en los cementerios a cada momento? ¿Vocación de sepultureros, realismo abyecto, necrofagia?». Así podría responder Azaña al senador de Compromís que anda preconizando ahora, como si fuera el primero en tener la ocurrencia, el desenterramiento y mudanza de sus huesos en pro de no sé sabe qué libertad ni democracia. De hecho, son sus propias palabras, las mismas que Azaña atribuyó, en un breve ensayo, a Quintana cuando a este, hace casi un siglo, le iban a aplicar el mismo régimen de trashumancia que ahora quieren practicar con el presidente de la Segunda República.

Aparte del repudio de la –por lo visto– irremediable querencia necrófaga (Azaña dixit) y sepulturera, hay otros argumentos para oponerse al traslado. En particular el hecho, al que Azaña fue muy sensible desde que supo que iba a morir fuera de su país, de que el lugar de enterramiento forma parte de la historia personal del difunto, y de la historia misma de su país. Allí, en el cementerio de la ciudad francesa de Montauban, hay un trozo sagrado de España. Lo consagra un enfrentamiento que debemos recordar en su dimensión estricta: una guerra bestial entre hermanos.

Azaña intentó detenerla una y otra vez mediante alguna clase de pacto con Franco. Aunque tarde, se había dado cuenta de la atrocidad que protagonizó. Nunca llegó a expresarlo –él, que escribía un castellano tan estricto y tan grave– por no saber qué hacer con la imagen de enfrentamiento que había cultivado con tanto esmero, y que aún hoy sigue dividiendo a sus compatriotas. Es eso lo que ahora se quiere exhumar. Otro tanto ocurrió con la obscena ceremonia, transmitida como un espectáculo, del traslado de los restos de Franco. En cierto sentido otro tanto había ocurrido con el de los de Quintana. A estos progresistas enfermos de historia mal conocida y peor digerida, les convendría escuchar las palabras que Azaña puso en nombre de Quintana: «La libertad –decía el exaltado liberal– es para mí un objeto de acción y de instinto». No de argumento ni de doctrina, menos aún de revancha y de desentierro de un pasado trágico.