Opinión
Castilla en el alma
Veía Unamuno el alma de Castilla sustentada en el paisaje y la palabra. Nuestra tierra, nuestra alma, abierta al infinito horizontal y al cielo. Esa Castilla apoyada en las cumbres de Guadarrama y de Fonfría, como decía García Tassara. Un vasco y un andaluz, embajador de don Antonio y don Manuel, excelsos cantores todos de la tierra castellana. Austera, dura, clara, concisa, directa, brava… La madre de España y de un mundo a su medida. Grande para hablar con Dios, cuna de hombres y mujeres de palabras como espadas.
En la prosa del catedrático de Salamanca labraría otro Miguel, de Valladolid, y un José, abulense de Langa, castellanos que harían de la palabra culto, llevando Castilla en el alma. Ellos han sido, en la conjugación de paisaje y palabra, hombres hechos en lo eterno de su lengua. Dos biografías unidas por un afán común, por el mismo espíritu, separadas biológicamente apenas por una década. Se nos ha ido ahora don José Jiménez Lozano pero, continuador de la obra de Cervantes, su palabra seguirá viva a través del tiempo, como la de don Miguel Delibes, existencia y experiencia vital de Castilla.
Al contemplar el marasmo actual de nuestro país, desde la atalaya de esa palabra, surge otra vez la evocación unamuniana, en medio del trasiego de elementos comunes, al dominio exclusivo de unos cuantos apóstoles del egoísmo. En un fervor de descomposiciones, en las que no sin cálculo infame, se va destruyendo el alma de España, se hace de la lengua, como corresponde, la víctima principal. Así en esta sociedad de camarillas (siempre Unamuno al fondo, denunciando) compuesta por el ansia de mandar, resulta desconsolador el atomismo salvaje, del que no se sabe salir. Para ello haría falta la palabra portadora de verdad. La única llave de la muralla que nos cerca y nos ahoga, ante el espectáculo deprimente, del estado mental y moral, que padece una parte de nuestra sociedad. Y en esto llegó la pandemia, catalizadora de esas otras epidemias nuestras, y se respira el aire, espeso y acre, que arroja la palabra crisis.
Ante el espejo del miedo, alguna gente animalizada por la idiotización, se comporta de manera preocupante en ciertos aspectos. Nada nuevo sin embargo. Como señalaba Camus, desaparece del vidrio delator la imagen de los que no ceden al espanto y quedan reflejados en ella los presos del pavor. Mientras esperan turno los más numerosos, los que no han tenido tiempo de tenerlo. Recorren los primeros el camino de la peste a la náusea. Los otros simplemente se instalan en el pánico, o acampan a sus puertas. Tratan de quedar al margen del cuadro, como siempre, los gestores incompetentes de la «enfermedad». Frente a ellos se alza la actitud valiente, honesta y generosa de tantos españoles que cumplen su deber con creces y sin alharacas.
Nos encontramos ante un desafío inesperado y enorme, de duración imprevisible, que demanda ingentes sacrificios, los cuales apenas han empezado a vislumbrarse. El gobierno ha tratado de justificar la gestión de los acontecimientos con un discurso que llama a la unidad y a la confianza. Pero a pesar de sus promesas suena a hueco en buena parte. Afirma estar decidido a hacer lo que haga falta, cuando haga falta y donde haga falta y oculta, sin embargo, toda su responsabilidad en la desastrosa gestión anterior al 10 de marzo. Llama a la unidad de España y Torra, Urkullu y sus secuaces demuestran, desde el primer momento, que no están por la labor. Cuesta mucho creerle.
Habló el Rey y repitió el discurso de Sánchez. Tenía difícil hacer otra cosa. Sus palabras, con todo, dieron sensación de verdad. Mantiene la credibilidad y la autoridad que pueden despertar algo tan imprescindible ahora como la confianza.
Estamos ante un tiempo nuevo. Otra época histórica que se abre desde una percepción distinta del hombre, por sí mismo, en relación con el universo natural, espiritual, científico, religioso, … y con los demás hombres. Un espacio más amplio, donde quepa la ilusión. Somos hombres que en el paisaje de horizontes cortos que la mentira impone, ya no nos soñamos. Hace falta un discurso nuevo. Palabras, como las que creó Castilla, capaces de hacer coincidir el horizonte con la pradera cóncava del cielo. En esta guerra que acabamos de comenzar, para vencer a nuestro principal enemigo, que es la mentira, ciertamente deberemos recuperar la confianza en nosotros y en los demás. Ayudaría a ello lo que Galdós escribía sobre algunos políticos: «Tal vez sea ya hora de que la historia azote las posaderas de toda esta gente rencillosa y quimerista, sin conocimiento de la realidad, ni estímulos de patriotismo».
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