Sociedad

El oro de los españoles

Escucho/leo que los españoles están empeñando de nuevo el anillo de oro, el camafeo de la abuela, el collar que se guardaba envuelto en el pañuelo con iniciales y toda esa ferralla familiar que se ha ido heredando de los ancestros y que son memoria privada y vívida de nosotros mismos. Esta sociedad ya no otorga importancia a los objetos, que debe concebir obsoletos, y la tecnología paulatinamente ha ido retirando de los hogares los discos, libros, películas, radios, cadenas de música, álbumes fotográficos y teléfonos con auricular para dejarnos unos hogares blancos, asépticos, muy higienizados y fríos de evocaciones, con estanterías de adorno y sin el amaneramiento que dan los recuerdos, que como decorado de Kubrick pues estará bien, pero como casa a lo mejor no tanto. Ahora todo queda almacenado en ese baúl sin fondo que son los ordenadores, la transfiguración binaria y moderna del desván de siempre: un lugar creado con el pretexto de guardar cosas, pero cuya utilidad real es poder olvidarnos de ellas.

Cela afirmaba con razón que los objetos poseen un valor, por encima del económico, que es el personal, y ahora las familias, apretadas por el miriñaque de las estrecheces económicas, están en el ejercicio bíblico de malbaratar ese legado consanguíneo en las balanzas de la compraventa para redondear esa cuna de desvelos que son los gastos de fin de mes. Los españoles están desnudándose de patrimonio como esos duques arruinados y demás aristocracias de antes que los hoteles empleaban para limpiar los baños y que por un montante modesto se desprendían del apellido, el blasón, el binóculo y el título nobiliar. La joyería es lo último de lo que la madre cercada por el ERTE desea despojarse, no por su tasación en el mercado de lo aurífero, sino por sus quilates sentimentales. Es el mismo disgusto que se lleva cualquiera cuando descubre que los mangantes le han desvalijado el piso durante la ausencia veraniega y se han llevado consigo la pedrería de antaño. Lo que molesta al españolito, del hurto y de lo que supone acudir a la caridad del fiador, que nunca es de fiar, es perder la pulsera de mamá, el candelabro impar, como apuntaba Umbral, que dejó el bisabuelo o el cuadro de no sé quién que se tiene colgado en el pasillo. Deshacerse de toda esta decantación de materialidades y orfebrería de finezas que son las sortijas, los collarones y las gargantillas es, también, desasirse un poco de la familia.

Esta es una economía de bicoca donde unos van incrementando la fortuna incluso en lo alto de las marejadas y otros en cambio tienen que ir soltando su atesoramiento de abalorios para amonedarlo y saldar la factura de la electricidad o comprar el pan de cada día. La crisis que se avecina alumbrará unas parentelas huérfanas de antepasados y sin anales de sí mismas, una familia española que no será de visón y tacón alto, sino de zapato plano y bisutería.