Opinión

Los viejos del visillo

El debate sobre la gestión de las residencias -en Madrid, como si en el resto de España murieran por el rayo divino de otra ideología- esconde, bajo el cuento de que nos importan mucho y de qué manera los ancianos, un escaso respeto a su memoria y al sentido mismo de la edad. Una gerontofobia política que sigue a la que se filtra en la calle, hipócritas hijos de buenos padres a los que les entran arcadas cuando ven una dentadura postiza. La vejez es una etapa sublime que el ridículo mundo de los efebos, ahora los jóvenes llegan a los sesenta, ha convertido sin más en un pasadizo a la muerte. Resulta que algunos abuelos hacen pis a deshora, te observan a veces con la mirada perdida y, lo que es más difícil de explicar, no les gusta el reguetón. Están tan miedosos en sus celdas del confinamiento que no tienen el cuerpo para cacerolas. Tampoco podían respirar. No había respiradores. Hinquemos, pues, la rodilla, por ellos, en vez de lanzarnos cortes de mangas que son bofetadas en su cara. Habría que acordarse de los muertos de los que hacen del mayor drama de nuestra historia reciente un juguete con el que pasar el rato en las tertulias. Nietos de Satanás. Resulta que los animales, los toros y Bugs Bunny van a tener más derechos que los de la tercera, la cuarta o la quinta edad. Hasta los cerdos que iban al matadero se les despedía con más devoción. La ética al uso dispara con balas de párvulos. En su nombre se redactan leyes de eutanasia y se escupen insultos de luto. Son los viejos del visillo, chistes y coletillas tiernas que acaban en el ataúd de las miserias políticas. Cuando desemboquen en ese puerto les deseo una travesía del demonio.