Opinión
El templo del sarcasmo
El Gobierno ha decidido no solo cuándo salimos del confinamiento, sino además cómo hemos de salir. No me refiero a las medidas reguladoras de la «desescalada», sino a la situación material y espiritual derivada de este dramático episodio. La propaganda lo lleva anunciando desde hace tiempo: «Vamos a salir más fuertes». Mentira. Tampoco es cierto que entre todos hemos vencido al coronavirus. Pocas imágenes más patéticas que las ofrecidas recientemente por televisión, con los ancianos de una residencia repitiendo los eslóganes oficiales. Una mujer mayor, demacrada y sentada en una silla de ruedas, exclamaba con entusiasmo inducido: «Todos juntos vamos a ganar esta lucha». Terriblemente falso, bastaba mirar los huecos y las presencias no presentes de tantos ancianos. Los efectos de la pandemia conforman una de las más difíciles encrucijadas de nuestra historia reciente. Pero no nos han hecho mejores, ni más fuertes. La mayoría hemos llegado aquí un tanto agotados, bastante confundidos, preocupados ante el futuro y, en buena medida, indignados y asqueados.
Cansa repetir que el espectáculo ofrecido por nuestros políticos, un día tras otro, resulta bochornoso. Han olvidado cualquier sentido noble de la política, transformando la pedagogía del ejemplo en un compendio de prácticas deleznables. El Gobierno criminaliza a la oposición, convirtiendo la sede de la representación nacional en el templo del sarcasmo. Rechaza de plano el menor atisbo de crítica y responde con altanería ante la exigencia de sus responsabilidades. Varios ministros han perdido la compostura, tratando de disimular su cobardía con amenazas. No es fácil encontrar en los anales parlamentarios una jornada más denigrante que la del pasado día 3. ¿Habremos llegado al límite?
El Gobierno cierra filas en defensa de las posiciones indefendibles de sus miembros y recurre al uso de organismos estatales como si fueran suyos, degradando peligrosamente lo que alguna diputada llamó, con sentido patrimonial exclusivo, «nuestra democracia». Estamos en un proceso ortodoxamente kafkiano, porque la mentira se ha convertido en «el orden universal». Dice el presidente que el veneno del odio es el más nocivo, porque corroe las sociedades. Tiene razón, pero inmediatamente, acusa a quienes le censuran de ser los responsables de ello. No se gobierna, se combate. No se solucionan los problemas, se crean. No se hace nada para unir a los españoles, más allá de la verborrea propagandística. Se reparten prebendas y miserias, según los casos, generalmente a izquierdas, mientras se discrimina a unas regiones respecto a otras. La cacareada escuela pública importa realmente poco. Sus objetivos son deseducar y deformar, potenciando la desincentivación del esfuerzo de profesores y alumnos, para crear otra generación de «mamertos», políticamente cautivos, que acaben viviendo a costa de los que sí trabajan, mientras se agranda la ruina del país.
Frente a la gravedad de la crisis van tomando cuerpo las denuncias de la sociedad civil indicando los verdaderos problemas que nos acosan y ofreciendo posibles soluciones. Señalan la conveniencia de que el Dr. Sánchez, atienda no solo a alguna cita de Gracián, sino a bastantes de los 300 aforismos de su Oráculo manual y Arte de prudencia. En especial el que llama «A no perderse nunca el respeto a sí mismo», o el que aconseja «Obrar siempre como a vista». Por este camino encontraría el espacio de reflexión y concordia al que, acertadamente, volvía a llamar Su Majestad hace unos días. Cualquier intento de recuperación exige la regeneración ética. Cada vez son más las voces que así lo manifiestan. Puede que sea esto lo más positivo que se aprecia, fuera de los egoísmos partidistas. Esa demanda acabará convirtiéndose en un clamor, con la misma acusación que Solzhenitsyn lanzara contra las autoridades de su país, «por hacernos tragar mentiras –decía– de un modo omnímodo y obligado, lo que es peor que todas las miserias materiales y la erosión de las libertades públicas».
La superación espiritual de la tragedia no será posible mientras no incorporemos a las víctimas. Cuántos de los que han fallecido en soledad sobreañadida habrán gritado desesperadamente, como Blas de Otero, «Oh Dios. Si he de morir quiero tenerte despierto». Más allá de la respuesta divina, sea cual sea, estamos obligados a evitar que los responsables de muchas de ellas, las condenen a muerte dos veces. La primera por su incapacidad, la segunda por el afán de ocultarlas, cobardemente, negándoles así la posibilidad de sobrevivir en la memoria de todos. «Non omnis moriar» escribía Horacio, no moriré completamente todo mientras permanezca en el recuerdo. No consintamos el olvido, pues de ese modo no saldremos todos juntos, ni más fuertes, ni mejores, solo saldremos al bar, al fútbol y a la playa, a la espera de un rebrote vírico, ojalá no ocurra, que vuelva a traer el miedo y a impulsar la adquisición masiva de papel higiénico.
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