Opinión

Lucha política y jueces

Noto desinfle cuando los tribunales archivan asuntos que pondrían en aprietos al adversario político, frustrando las esperanzas puestas en que la Justicia le diese su merecido. Tal desánimo parece llevar implícita la idea de que los tribunales son pacatos o que están desactivados ante la prepotencia de quien ostenta el poder; o dicho de otra forma: que poder, lo que se dice poder, es del Gobierno y que el Judicial, por mucho que la Constitución le denomine «poder», no es tanto. E intuyo que tal sentimiento padece de cierto desenfoque.

Desde luego que los tribunales ejercen poder, y un poder formidable. Investigar, procesar, condenar, absolver o –lo más llamativo– encarcelar por años, implica ejercer un poder mayúsculo. Pero es un poder muy distinto al del parlamento y, por supuesto, del gobierno. Por lo pronto se ejerce con un argumento predeterminado, tasado –el Derecho–, se desarrolla a través de procesos, es público, se expresa con decisiones contrastables y, además, no vive de la publicidad; tampoco busca ganar adeptos ni hundir adversarios. No es un poder político.

Esto no significa que no incida en el panorama político: puede hasta convulsionarlo, lo que no será censurable si no es su objetivo sino una consecuencia no buscada. Si lo buscase se corrompería y tal desvarío no es imaginario. Hay así quienes, revestidos con ropajes judiciales, no ocultan su filiación política ni que son piezas de una maquinaria ideológica que se moverán cuando toque; a modo de comando judicial influirán en el devenir político con sus opiniones o decisiones o, simplemente, colocarán en una sentencia alguna frase que, dicha de paso, otros activarán y pretextarán, por ejemplo, para hundir a un gobierno.

Dejo ahora al legislativo y me centro en el poder de verdad, el del Gobierno. Si está sujeto al control jurídico de los tribunales y al político del Parlamento, más a la opinión pública, ¿por qué afirmo que es el poder de verdad? Ante todo porque desde la oportunidad escribe su guión, proyecta leyes, dirige o influye en sectores esenciales, interviene en la conformación de los órganos constitucionales, dirige la política interior y exterior, elabora los presupuestos, etc. Todo esto está en la Constitución y su ejercicio será regular si ejerce la autocontención y respeta el juego político y democrático.

Pero hay otra manifestación de ese poder ajeno a los límites y reglas formales que afectan a su ejercicio y que se manifiesta cuando actúa sin escrúpulo hacia las reglas que deben encauzar la política. Ejerce un poder descarnado porque carecer de escrúpulos otorga una libertad formidable para hacer lo que se quiera sin consecuencia aparente, máxime si se carece de principios reconocibles, políticos y morales, lo que elimina el límite que supone la coherencia o el respeto por la verdad, el respeto a las instituciones o ignora el mandato natural de buscar el bien común.

Estos excesos se facilitan tras haber inoculado pacientemente y a lo largo de los años unos nutrientes educativos, sociales y culturales, que llevan a conformar una mentalidad social que los tolera. Es el fruto de forjar una opinión pública anestesiada, desmemoriada, ignara, relativista; es el fruto de sembrar el pensamiento único, frutos que recoge quien sabe que su lucha por el poder presupone forjar un nuevo sentido común. Se advierte así el valor estratégico del sistema educativo, auténtico invernadero donde se cultivan futuros votantes.

Ante sus excesos habrá que confiar en la Justicia, cierto, pero sabiendo qué poder ejerce y cuáles sus límites, luego qué puede pedírsele. Lo que no cabe es endosarle la misión de propiciar un cambio político, responsabilidad que corresponde a otros y de otra forma; tampoco emplearla como instrumento coyuntural tan sólo para meter presión política.

Ante esto sería torpe exigir del juez profesional lo que otros, sin escrúpulos, esperan que haga su juez activista, integrante del comando judicial antes aludido. Ignorarlo y esperar del juez profesional un uso alternativo del Derecho «de derechas» implicaría que esa degeneración judicial se generaliza, pero también una inmadurez política con adherencias de un franquismo atávico aun latente, paradójicamente aliado del gobernante sin escrúpulos. Arrastrado por bastantes generaciones, sigue esperando que sea la autoridad competente –ahora la judicial– quien solucione sus problemas o elimine a sus adversarios.