Opinión
Iconoclastia y nuevos iconos
Después del 21 de junio que bien podríamos llamar, con algo de humor negro, Día de la Liberación, una frase simple, eufónica y acertada, trata de expresar, a modo de resumen, el balance del periodo de prueba que acabamos de padecer: «Un pueblo por encima de sus gobernantes». Podríamos ampliar la nómina de estos últimos y, aunque con responsabilidades diferentes, decir políticos. Esos individuos cuyo estudio, según denunciaba Saavedra Fajardo, consiste en cubrirle el rostro a la mentira y hacer que parezca verdad, disimulando el engaño y disfrazando sus designios. Cabría matizar también lo referido a la superioridad popular, pues el halago desmedido no hace justicia. Más nos valdría poder asegurar que todos los españoles han estado a la altura de su Rey, y de cuantos se han distinguido por su esfuerzo y sacrificio.
Ahora, y en el futuro inmediato, llega el momento de demostrar el auténtico comportamiento de la sociedad; cuando ese pueblo, tantas veces alabado como engañado, puede pasar de sujeto paciente, o impaciente, a protagonista responsable. Cada vez creo menos, si alguna vez lo creí sin desdoro democrático, en ese subterfugio populista tan repetido como falso: vox populi, vox dei. Veremos. ¡Ojalá fuera así! Por el momento el populismo nos trae, como siempre, más secuelas negativas que positivas, más problemas que soluciones, tanto para los sectores sociales a los que supuestamente vendría a redimir, como para el conjunto de la población. A lo cual añade su necesidad de potenciar graves carencias culturales; ya que la estrategia populista se basa en adular, no en educar, a los ciudadanos.
Recordemos que solo en el mar de la ignorancia navegan seguros la osadía y el engaño. Para ello es preciso suprimir cualquier referencia opuesta al relativismo total; hacer la guerra a la verdad, que dejaría de existir en aras de la postverdad, y acrecentar la confusión y la frustración. En ese empeño, a la vez cargado de «adanismo», la víctima propiciatoria es el pasado; por consiguiente la historia, con sus testimonios sobre cualquier soporte, que contradigan los embustes de los nuevos mandarines. Hace solo unos años el profesor polaco Stefan Meller escribía «nosotros los historiadores somos, potencialmente, las personas más fuertes de nuestro planeta. Ya que nosotros y solo nosotros –presumía– somos capaces destruir el mal del pasado y calificar a los políticos de inmaduros».
Por más discutible que fuera tal expresión, en su literalidad, la intención del autor era ensalzar el papel constructivo de la historia, en clave de libertad. Sin embargo, hoy los historiadores, por sumisión ideológica y decadencia intelectual, han sido sustituidos por charlatanes populistas y políticos de escasa formación, quienes se arrogan su papel, postulándose como profetas de una declaración aparentemente similar. Pero en este caso en defensa del totalitarismo, hacia el cual deriva esencialmente el populismo. Esos apóstoles del liberticidio encubierto, que pretenden asegurar su hegemonía, tienen un comprensible miedo al pasado. En particular a aquello que se manifiesta opuesto y superior a su proyecto y necesitan suplantarlo. Ahí está, sin duda, la raíz del aberrante episodio de iconoclastia que contemplamos estos días, contra las estatuas de Colón, Cervantes y otros personajes. A propósito de esto ya advertía el citado Saavedra de la facilidad con la que el vulgo admite, como ciertas, las calumnias sobre los varones grandes.
¿Vendría la iconoclastia a ser ahora un ensayo de política social, frente al «coronapobre», que sigue en este proceso, al coronavirus y al «coronaparado», tras los desastres de las políticas sanitarias y económicas? Como nuevo icono a abatir introduce al rico, el empresario de éxito, con Amancio Ortega como emblema. La imagen de los demagogos, ridícula y miserable, exige ocultar y degradar la de aquellos cuyo significado acentúa, a manera de espejo, la insignificancia y mediocridad de su propia pequeñez. Así pues procuran no solo destruir los iconos admirables, sino crear otros a la altura de la nueva realidad. Pero entre aquellos y éstos se ensancha aún más la grandeza de lo que se denigra y la mezquindad de lo que se intenta imponer.
Coloquemos, por ejemplo, al lado de don Cristóbal Colón, un sujeto cuya contribución a la Humanidad haya sido graduarse en Ni-ni; hacer algún roto en una prenda de vestir, como prueba de distinción; soltar tal o cual expresión demostrativa de un nivel de inteligencia inferior al del chimpacé; protagonizar sonoros escándalos sexuales, … y otros méritos no mayores. Algo parecido cabría hacer con don Miguel de Cervantes, ese manco por su Patria y por su Fe, que tuvo la ocurrencia de dar vida, entre otros, a don Quijote y Sancho. Este hombre debe ser sustituido igualmente por el Petronio de la actualidad. Lo mismo ocurriría con Amancio Ortega, a suplantar por el icono del pobre. Resulta ciertamente preocupante este ridículo ensayo social que convierte a la pobreza en un fin en sí misma, no en una tragedia a superar.
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