Opinión
¿Acierto o error?
Publicar en esta página cada dos semanas tiene la ventaja de contar con cierta perspectiva sobre lo ocurrido en ese tiempo. Tal sucede con la reciente moción de censura, al final de cuya escenificación Sus Señorías, al menos todas las presentes, aplaudieron con pasión y entusiasmo. Parecía celebrarse un éxito general en la cada vez más reconocible como corrala nacional. El Gobierno, menos censurado de lo que merecía, tenía motivos para ello. Pedro Sánchez apenas había tenido que emplearse salvo para negar, como siempre, la realidad en que nos encontramos. La batalla de Casado contra VOX facilitó el mejor resultado posible a sus intereses. Lo aprovechó para ofrecer una muestra más de su peculiar sentido de la democracia, reforzando la alianza con filoetarras, separatistas y gentes de parecida calaña, a fin de promover el aislamiento y la expulsión de VOX de la vida política. Remató la faena con otro de sus sarcasmos, al presentarse como el gobernante implicado sin descanso frente a la Covid-19, mientras los demás no hacían nada.
Iglesias también echó su cuarto a espadas en nombre del Gobierno, con una actuación surrealista. Disfrazado de Talleyrand, en la peor versión napoleónica del personaje, impartió lecciones de estrategia política, en especial a Casado, a quien tras bendecirle por su cambio de actitud, advirtió, solemnemente, que era demasiado tarde. Lasciate ogni speranza. Hizo alusión a Cánovas y Donoso Cortés demostrando notable ignorancia. Repitió su teoría sobre la deconstrucción de España y concluyó con un ejercicio funambulesco, entre su afán cierto por abolir la monarquía y su falsa propuesta para lograr su estabilidad. Patético. Los demás, decoración y efectos sonoros.
Los actores principales de la moción fueron su promotor y su enemigo más encarnizado y un tanto sorprendente. Abascal estuvo en Abascal, directo y claro, con acierto en la denuncia de la situación política, económica, social e institucional. Lo tenía fácil y fue valiente. Más dificultad tuvo a la hora de hablar de la UE y de las medidas que adoptaría para superar la crisis socioeconómica. Su discurso suena demasiado simple a muchos oídos, que prefieren escuchar un lenguaje vacío, políticamente correcto, suave y confuso. Soportó ataques continuos desde todos los sectores del Congreso, casi siempre más viscerales, que los que él dirigió a sus adversarios. No tenía nada que perder, ni él, ni su partido. Otra cosa sería la oportunidad o la inoportunidad de la moción. Veremos.
Casado quiso convertirse en el protagonista y lo consiguió. Consideró que la acción de Abascal se dirigía contra él, una hipótesis respetable pero formalmente falsa. Su discurso tuvo como objetivos romper cualquier nexo del PP con VOX y destruir a su presidente. El resto quedó en segundo plano. Fue una intervención bronca, excesiva en los modos, innecesariamente provocativa y, por momentos, miserable. Pudo justificar su «no» a la iniciativa de Abascal con una argumentación rigurosa y dura, contra los propósitos del candidato a la Presidencia del Gobierno. No necesitaba plantear una guerra cainita para marcar diferencias con VOX. Introdujo demasiados factores personales, algo impropio de un aspirante a «hombre de estado», y repitió un mensaje erróneo presentando al PP como patente exclusiva de la derecha española, a la cual deberían acogerse obligatoriamente los votantes. Si VOX cuenta con 52 diputados y más de cuatro millones de votos algo tendrán que hacer los dirigentes del PP para atraerlos. Sobran las excusas y responsabilizar a los demás de los errores propios.
Con todo, la mayoría de los medios de comunicación saludó la intervención de Casado cual si nos halláramos ante Cicerón redivivo. Un estratega político de primer orden, un líder con rumbo definido y vocación de diálogo. Demasiadas cosas para una sola sesión. Si la estrategia es el arte de crear poder (L. Freedman: Strategy: A History), la actuación de Pablo Casado plantea serias dudas. Más aún cuando muchas de las alabanzas provenían del entorno gubernamental. Conviene recordar la sentencia de Iriarte (El oso, la mona y el cerdo): «Si el sabio no aplaude malo, si el necio aplaude peor». Cambiemos, para la ocasión, sabio por amigo y necio por enemigo. La exposición de Casado no se ajusta a casi ninguno de los 300 aforismos del Oráculo manual y Arte de Prudencia, que él mismo citó en otro discurso. ¿Pensó en algún momento que su afán, por aplastar a Abascal y destruir a VOX, podría romper los pactos que permiten al PP detentar su mayor cuota de poder? ¿Y si Abascal hubiera hecho, en esta circunstancia, lo que decía Epicarmo: No quiero morir. Pero me importa lo más mínimo estar muerto? ¿Qué habría pasado?
Fue un alarde de «valentía» impropio de un político de verdadera talla y menos, cuando pareció reducir su preocupación a ser el jefe de la oposición. Por cierto resulta llamativo que un gobierno tan débil como el actual, enfrentado a graves problemas, cuya gestión difícilmente puede ser peor, tienda a perpetuarse. Tal vez el problema de la oposición no sea el nombre de su jefe. En todo caso, la moción de censura la perdieron los ciudadanos que siguen defendiendo la España democrática, enmarcada en la Constitución de 1978. Una derrota cantada desde el principio. No obstante pudo perderse de manera más honrosa, incluso buscando eso que se llama una victoria moral. No fue así.
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