Opinión
Otro estado de alarma
La situación de España debería provocar un estado de alarma general. ¿Otro? pensarán ustedes. Sí, otro, muy distinto del que venimos padeciendo de forma intermitente, desde hace meses, y que, curiosamente, nos instala en una especie de modorra colectiva, a pesar de las apariencias. Dijimos allá por marzo, y lo venimos repitiendo, que la pandemia provocada por el Cov-19 era, sobre todo, el detonante de una crisis mucho más amplia y profunda. Una mirada hacia atrás nos permitiría apreciar la evolución de ese proceso, al menos desde el 2004, y sobre todo a partir de 2017, cuando se empezaba a hablar de la superación de la crisis económica, que había marcado la década anterior.
El balance es conocido, pero conviene no olvidar sus causas. La mentira como herramienta, la corrupción al fondo, y la incapacidad de una clase política deleznable, agrietaron los vínculos sociales. La lucha por el poder aprovechó la frustración de unos para confrontarlos con los otros. El cortoplacismo político aumentó, mientras se evidenciaba la falta de un proyecto colectivo. Sobre esos cimientos se asentó el taifismo y creció la insolidaridad. La exclusión recíproca amplió la fragmentación, a la vez que reforzaba el gregarismo aldeano, potenciando el sentimiento identitario a la contra.
En 1941, E. Froom escribía que nunca se había abusado más que entonces de las palabras, para ocultar la verdad. Ocho décadas después podríamos decir lo mismo, respecto a la actualidad. Lenguajes y metalenguajes han contribuido a suplantar la realidad, construyéndola y deconstruyéndola sin ningún límite ético. La ingeniería social ha programado el ciudadano autómata, que se adapta a las prescripciones indicadas sobre cómo pensar y actuar. Todo se presenta cual si fuera necesario, hasta convertirlo en creencia y, como escribió Kafka, cuando esto se acepta la mentira se convierte en el orden universal. Fuera no queda nada. ¿Tendría razón Revel que la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira? La manipulación de la información/desinformación ha generado niveles preocupantes de desorientación, con el consiguiente incremento de las tensiones.
En ese ambiente, agravado por la pandemia, vienen desarrollándose los esfuerzos del gobierno para acabar con el llamado «Régimen del 78». En 1975 los españoles manifestaban su ansia de libertad, por encima de todo, y empezaban a caminar del autoritarismo a la democracia. Ahora parece haberse invertido la trayectoria, «guiados» por un hombre ansioso de acrecentar su poder, a cualquier precio; incluso destruyendo lo que no puede dominar. Bajo el manto del estado de alarma, no pasa día sin que se avance en tal sentido. La batalla contra la enseñanza concertada, absurda en el plano escolar, pero maniobra política de gran calado, se suma al paulatino sometimiento de las instituciones; a los afanes para anular la separación de poderes y, en el colmo de lo que pudiera parecer imposible, a la pugna contra la lengua española … así un largo etc., que componen un catálogo amplio de imposiciones; la última la conculcación de los derechos de expresión e información.
Esta tentativa liberticida es el mayor sarcasmo imaginable. Un episodio digno de consideración. Denunciar la falsedad de algunas informaciones, provenientes de supuestos enemigos, reales o no, por quienes han apoyado su discurso en el engaño permanente, causa estupor. Calificar de desinformación tales mensajes, considerándolos motivo de la desorientación y crispación social, podría tener alguna lógica. Pero ¿qué estimación merecería la desinformación y manipulación achacables al gobierno? La mentira le preocupa cuando proviene de terminales que no controla, por cuanto hace peligrar el valor de sus “dogmas” y sus propias falsedades. En esa situación muchos ciudadanos pueden llegar a pensar y algunos, tal vez, a dejar de creer la «verdad» oficial. En este punto podrían verse tentados a abandonar el rebaño, porque como postulaba Heidegger (Vom Wesen der Warhreit) la esencia de la verdad es la libertad. Aunque les asuste. La libertad es capaz de provocar la angustia del ciudadano, pero también el miedo del gobierno. ¿Solución? Crear un órgano; (comité, ministerio, tribunal, …) para liquidarla, poniendo la zorra a guardar gallinas; aunque éstas prefieran la solución propuesta por Samaniego.
Decía L. Armand que una democracia es más sólida cuanto mayor cantidad de información de calidad puede soportar. Los intentos por reducirla al monopolio del poder denotan, como sucede en España, su debilitamiento a manos del autoritarismo rampante. Si se pretende fortalecerla, habría llegado la hora de empezar a construir desde la verdad, para generar confianza. Se ahorrarían algún esfuerzo, pues la verdad existe, como decía Braque, mientras la mentira hay que inventarla. Imagínense lo que sucedería si las promesas de Sánchez se ajustaran a los parámetros aristotélicos, es decir a la realidad, y a lo que es, es; y lo que no es, no es. Más aún a la percepción hebrea de la verdad como confianza y fidelidad. Verdadero sería lo que se cumple o se cumplirá. Sánchez y su tropa pasarían a ser fiables y, dado el desastre de su política hasta ahora, solo podrían mejorar la situación.
Los milagros existen pero dudo mucho que sucedan en este caso. Bueno será, por tanto, que los españoles pasen al estado de alarma, no al prescrito por el BOE, sino al que los mantenga avisados y dispuestos a defender sus derechos, sin miedo a la libertad.
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