Opinión
Absurdo y revuelto
Isabel Celaá ha alumbrado, con celeridad, la Ley de Educación menos respaldada de la democracia, 176 diputados. Facilita arrinconar en Cataluña al castellano, la lengua vehicular de 600 millones de hablantes, que la llaman español, sin complejos, como lo hicieron Cela, Borges, Rubén Darío o García Márquez, que escribió «El otoño del patriarca» en Barcelona. El mayor poeta vivo en español –también escribe en catalán– es el barcelonés Pere Gimferrer. El éxito del español no depende de la ministra, ni de cómo se aplique su ley en Cataluña, donde apenas viven el 1% de los hispanoablantes. Impedir su dominio, por razones políticas, es aldeanismo y hurtar oportunidades a los más jóvenes. La ley durará lo que el Gobierno y su excentricidad con el español recuerda al último ministro de Educación de Franco, Julio Rodríguez, que decidió que el curso escolar empezara en enero en lugar de septiembre. La muerte de Carrero aceleró su destitución y el final del disparate. Celaá va más allá y los estudiantes pasarán de ciclo con asignaturas suspendidas. Absurdo. Como la explicación –error tipográfico– de Buxadé, portavoz de Vox, para justificar que el programa de su partido en 2016 incluyera la supresión de la educación especial. También es tan absurdo como real que Iglesias juegue a enmendar los Presupuestos del Gobierno del que forma parte y en los que siguen sin cuadrar las cuentas. Ayer, Funcas advertía de que el PIB volverá a caer un 5% en el último trimestre. Jesús Sánchez Quiñones, consejero ejecutivo de Renta-4, habla de la «normalización del absurdo», cuando España, como Italia y Grecia, no solo paga menos sino que cobra por endeudarse cada vez más. El socialdemócrata José Carlos Díez, que predica en el desierto sobre los riesgos de la deuda, apunta que en 2020 la renta per cápita de España –120% de deuda– será la misma que en 2001, mientras que la de Alemania –60% de deuda–, será un 8% superior que la de 2007. «¿Esto no va algo revuelto?», pregunta un personaje de Cela en «Madera de Boj». «Cómo la vida misma», responde otro. «Sí, pero esto procuro no decirlo», sentencia el primero. Absurdo y revuelto.
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