Cultura

El laberinto de las palabras nuevas

Este aciago 2020 se cierra con una decisión de la Real Academia Española (RAE) que me ha hecho recordar viejos y controvertidos tiempos. En su encomiable afán por incorporar los neologismos más necesarios al manual que fija el idioma de 580 millones de hispanohablantes, la Academia acaba de admitir las palabras «desconfinar», «cuarentenar», «desescalada” o «COVID» –así, con mayúsculas y sin tilde ni muesca de género. La directora del Diccionario de la RAE (DRAE) y académica Paz Battaner dejó entrever la semana pasada que esos vocablos son algo parecido a las cicatrices del momento histórico que vivimos, aunque apenas representen una gota en el torrente de los 2.500 términos nuevos que se suman este año a nuestra ilustre lista de palabras.

Pero lo que más me ha sorprendido es que la RAE haya incorporado COVID en letras capitulares.

Nuestro ilustre vigilante lingüístico lleva décadas defendiendo la sustantivación siglas como inri (del latín, Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum), sida (por SIDA, Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida) u ovni (en sustitución de OVNI, Objeto Volante No Identificado). Su criterio siempre ha sido el del uso. Tiene sentido. A mayor utilización de un término, mayor justificación para «minusculizarlo», evitando así que nuestros textos se inunden de letras altas y bajas, convirtiendo cualquier lectura en una especie de montaña rusa. La duda es: ¿acaso COVID (por Coronavirus Disease, en inglés) no debería haberse incorporado ya en minúsculas? ¿No ha sido, por avalancha, el neologismo más utilizado durante la presente crisis sanitaria?

Es este un debate que lleva meses infectando a los que vivimos para las letras. Lo sé porque, sin ir más lejos, fue objeto de discusión con mis editores durante el proceso de revisión de mi ultima novela, «El mensaje de Pandora», en la que me hago eco de los orígenes históricos de las pandemias. Yo era de los que defendía que COVID debía ir en minúsculas… pero al final cedí ante unos correctores premonitoriamente alineados con la Academia.

Aunque mi libro se publicó a finales de junio, mis prevenciones hacia esa decisión, lejos de resolverse, han reabierto otra vieja «herida» en mi memoria. En 2001 la RAE incorporó al DRAE la palabra ovni. Lo hizo en minúsculas, sustantivándola. Y como única definición del término añadió lo siguiente: «Objeto volador no identificado, al que en ocasiones se considera como una nave espacial de procedencia extraterrestre». Ni que decir tiene que su simplista enunciado habría hecho llorar de impotencia al creador del término. Fue el capitán Edward J. Ruppelt, responsable del proyecto «Libro Azul» de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, quien acuñó las siglas OVNI en 1966 para alejarse precisamente de la idea de «naves espaciales extraterrestres» que evocaba la entonces expresión popular «platillos volantes». Un OVNI no era para los militares otra cosa que «cualquier objeto aéreo que el observador es incapaz de identificar» (sic). Esa palabra nació, pues, como un término técnico. Como COVID. En ese caso, un acrónimo que buscaba dotar de objetividad un campo de estudio lleno de claroscuros. Los OVNI –o UFOs, en su original americano– eran un fenómeno de fenómenos en el que cabía –y cabe– casi de todo: desde anomalías atmosféricas a prototipos aeronáuticos, desde alucinaciones a cuerpos astronómicos que el testigo no tiene la cultura de identificar. Y, por supuesto, a posibles vehículos de otros lugares. Lo que el capitán Ruppelt aportó en un destello de genialidad, la RAE se encargó de dinamitarlo con una definición reduccionista. Y no solo por vincularlo «en ocasiones» a extraterrestres, sino también por dejar fuera el creciente uso figurativo que se hace de este término en la prensa de todo el mundo y que debería invitar a la RAE a revisar su definición.

Vengo coleccionando desde hace años recortes de periódicos en los que se utiliza «ovni» como sinónimo de raro o fuera de lugar. «…Y ese genuino ovni, José Manuel García-Margallo, ministro de Asuntos Exteriores…» (El Mundo, 5-11-2016). «L’ovni Trump trouble les médias, jusqu’en France» (Le Monde, 12-11-2016). «Macron, presidente-ovni autócrata» (La Vanguardia, 15-7-2017). «…Ahora cae sobre el pueblo el ovni de la urbanización de Can Mas…» (Diario de Mallorca, 27-11-2019). Y esta tendencia no ha dejado de crecer en los últimos tiempos. ¿Contemplará evolución del término la futura vigesimocuarta edición del DRAE?

Distinto será –lo sé– el improbable regreso del término ovni a sus mayúsculas originales. Aún recuerdo los agrios debates sobre esta cuestión que mantuve en algunas redacciones de revistas especializadas. En 1992, en otra vida, coordiné la mayor enciclopedia sobre este misterio publicada en español hasta la fecha. Se tituló «Más allá de los OVNIs» –así, con mayúsculas– porque el comité internacional de colaboradores que contribuyeron en ella –desde Antonio Ribera a Andreas Faber-Kaiser, V. J. Ballester Olmos, Ignacio Darnaude, Erich von Däniken, Budd Hopkins o Whitley Strieber– apostaron por defender el criterio de Ruppelt y dejar que las siglas definieran con propiedad un misterio “no identificado” todavía. Un ovni “minusculizado” era, para ellos, tan pobre semánticamente como un platillo volante.

Si la RAE defiende en los próximos años el uso de COVID en mayúsculas, tal vez deberían replantearse la palabra ovni. A saber: o le devuelven las mayúsculas con las que fue concebida o trabajan en ampliar su definición añadiéndole, como poco, el uso figurativo que sin duda está en la calle y merece ser recogido.

Dicho queda.