Opinión

Cuentos de la abuela

Ayer, el vicepresidente Iglesias dijo en televisión algo tan tonto que casi parecía digno de Quim Torra. Afirmó que todo demócrata debería estar emocionado porque ellos hayan pactado con Bildu. Más allá de ser una pretensión absurda ordenar a los demás cuando deben emocionarse y cuando no (en la medida de que las emociones no se eligen, sino que suceden), resulta además que la indignación, la repugnancia y el enfado son también emociones, con lo cual su afirmación resultaba finalmente una obviedad de talla mayor desde todos los sentidos. Supongo que, torpemente, intentaba transmitir su opinión de que a todos los que no estén de acuerdo con ese pacto no debemos considerarlos demócratas. Yo no sé quién se ha creído nadie de especial para repartir carnés de demócrata, pero colijo que por ahí iba la idea porque acto seguido el vicepresidente nos cascó una saga familiar personal en la que sacó a relucir incluso a su abuelito, vaya usted a saber por qué. Como no tenemos ocho años y no estamos en el cuento de Heidi, baste recordar que los comunistas de hace dos generaciones no se distinguían precisamente por su amor a la democracia, sino más bien por sabotearla en cuanto tenían ocasión para ello.

En cualquier caso, me resulta curiosa la chocante obsesión en la que han coincidido políticos como Gabriel Rufián, Dolors Bassa o Pablo Iglesias por, en cuanto se suben a una tribuna política, empeñarse en enarbolar a sus abuelos como argumentación política. Entiendan que como proyecto político para la sociedad queda pobre. Han de comprender que todos tenemos abuelos y que el público en general no dispone de ninguna garantía de que fueran tal como ellos sentimentalmente nos cuentan con la mejor intención. Hitler también tuvo abuelos y seguro que los quería mucho. Pero la calidad de demócrata de un político no viene dada por sus abuelos, sino por lo que hace cuando llega al poder. Si lo que hace de entrada es aplaudir a asesinos, mal vamos; por muy majo (o no) que fueran sus ancestros. Es lo que tiene el moño: que uno acaba mimetizándose argumentalmente con la abuela.