Opinión

Marruecos

Hubo un tiempo en que viajé con frecuencia como periodista a Marruecos, un país tan cercano y tan lejano, que ejerció sobre mí una gran fascinación. Ese atractivo de juventud no ha desaparecido. Las noticias de estos días –el aplazamiento de la cumbre hispano-marroquí y el sorprendente anuncio de Trump reconociendo la soberanía de Marruecos sobre el antiguo territorio español del Sáhara– han removido viejos sentimientos. La noticia del reconocimiento deja fuera de juego a España, a los saharauis y a Naciones Unidas. Nunca olvidaré algunas experiencias de entonces. Fui testigo de la «Marcha Verde», mientras Franco agonizaba. Observé en los camiones, entre los lelilíes de las mujeres, los fusiles bajo las chilabas, y hasta logré, en aquellos convulsos momentos, entrevistar, en exclusiva, al rey Hassán II en su palacio de Marrakech. Una imagen se me quedó bien grabada: en el camino de la finca que rodea el palacio real había filas de carros de combate bajo los olivos.

No es extraño que me haya llamado la atención una historia que cuenta el ex ministro Jaime Lamo de Espinosa en su libro «La transición agraria, 1976-1982», del que ya di noticia aquí. La anécdota viene especialmente a cuento por la inicua campaña desatada contra el rey Juan Carlos, cuyos extraordinarios servicios a España se ignoran hoy. Ocurrió en marzo de 1981. Se negociaba a calzón quitado el tratado de pesca con Marruecos en el Ministerio de Exteriores. En un lado de la mesa, Pérez Llorca y Lamo de Espinosa; enfrente, una delegación marroquí encabezada por el vicepresidente del Gobierno. Pasaban las horas sin resultado. Se echó la noche encima y aquello no avanzaba. El problema era serio. En un momento dado Jaime Lamo salió de la reunión y telefoneó al rey Juan Carlos, al que explicó lo que pasaba. Era la última baza. El Rey llamó inmediatamente a Hassán II y éste puso una condición para desbloquear la situación: exigía a cambio una partida de cabras monteses para una finca suya de caza. «Imposible, Señor, –advirtió el ministro de Agricultura– cabras, no, ni una». Pasaron unos minutos tensos. Se sucedieron las llamadas. «¿Y una partida de ciervos?», preguntó al fin el embajador de Marruecos. «Eso, sin ningún problema», respondió el ministro. Y así se llegó al trascendental acuerdo de pesca con Marruecos que supuso además un éxito extraordinario para los cítricos españoles. ¿Nadie agradece a un gran rey sus constantes e impagables servicios a la nación?.