Opinión
La estantigua nacional
La degeneración política en España va escalando niveles de inmoralidad alarmantes. El desprecio por los ciudadanos y el deterioro de las instituciones crecen hasta más allá de cuanto parecía posible. Un tema recurrente, agravado día a día, que soporta un discurso monótono pero inevitable. Vivimos una crónica por entregas, sin apenas intervalo entre ellas, del mayor desastre de nuestra historia. El problema de la pandemia, convertido desde el principio en un ejercicio indecente de lucha por el poder, ha ido acentuando su carácter trágico. Como balance, en el año transcurrido desde sus inicios, más de 2.500.000 afectados y 55.000 muertos, según cifras oficiales que, en realidad, podrían superar los 85.000.
Los protagonistas principales de la representación de este drama serían, en primer lugar, el presidente del gobierno, especie de “mágico prodigioso”, empeñado en satisfacer sus ambiciones personales a cualquier precio; un ministro de sanidad que vino de la mano del coronavirus, o a la inversa, y un ocurrente director del centro de coordinación de alertas y emergencias sanitarias. El resto, vicepresidentas y vicepresidentes, como actores de reparto y el gobierno, a manera de coro, con algunos ministros y ministras en papeles “de carácter”; por ejemplo los de interior, fomento, consumo, igualdad, … ; así, todo con minúsculas, porque todo es pequeño, mezquino, falso, menos la enorme Catástrofe sufrida.
Hace demasiado tiempo ya que la funesta gestión de la pandemia, convertida en laboratorio de mentira y manipulación, dejó al descubierto las miserias de tantas medidas, peregrinas y estrambóticas, arteramente aplicadas con fines inaceptables en muchos casos. En este tercer acto se mantiene, en lo fundamental, la estrategia de la desinformación y se aprecian aún mayores muestras de incapacidad, a la hora de afrontar la situación. Si acaso las novedades más notables se concretan estos días en la acentuación del comportamiento camaleónico del presidente, y en la mayor presencia en el escenario del ministro de sanidad, que ha pasado a convertirse en el modelo de la clase política actual. Su ineptitud se ha transformado, por medio de la propaganda, en un conjunto de virtudes insospechadas para la mayoría; sobre todo en su condición de candidato de PSC a las elecciones catalanas. Los autores de esta metamorfosis han estado a punto de desmentir a B. Wilder, cuando dijo aquello de que “nadie es perfecto”.
Sin embargo en el conjunto de España las cosas se complican, por los problemas derivados del proceso de vacunación, sometido a multitud de intereses económicos y políticos y al ocultismo habitual. Tal vez por eso, para disimular su ineficacia, nos han llevado de la gobernanza, término polisémico y polémico, eufónico e inoperante, sobre todo desde el punto de vista ético (discutido y discutible como diría el genio de la Nación), a la cogobernanza, gobierno/autonomías, sobre la gestión de la pandemia; administrada visiblemente, en buena medida, por el ministro Illa. Los resultados de esta pirueta eran de esperar y suponen una advertencia no despreciable de los límites de la chapuza. Nadie hace lo que aconseja que hagan los demás y sobre falsa proposición no caben argumentos válidos. Así se acentúa la confrontación acrecentando la desconfianza y las desigualdades interterritoriales.
El espectáculo, no por repetido, deja de ser una verdadera estantigua nacional. Sánchez, ni contesta a las reclamaciones de la práctica totalidad de los presidentes autonómicos, y el ministro de Sanidad desprecia, igualmente, a los que llamaba a cogobernar. ¿Que el número de afectados y de víctimas mortales aumenta a un ritmo inasumible? ¡Pues ya cederá! ¿Que las UVIs pueden verse sobrepasadas en sus capacidades? ¡Qué le vamos a hacer! Mientras, Simón, en una más de sus patéticas apariciones, asegura que la medida que ha tenido mayor impacto frente al contagio ha sido cerrar el interior de los bares. ¡Genial! Después del elevado coste de vidas que hemos padecido y de tantos meses de imposiciones limitando o conculcando la libertad de las personas, destruyendo buena parte de la economía y generando no pocas tensiones sociales; resulta que podíamos habernos evitado muchos de tales sufrimientos tomando copas en la calle.
En medio de tanto disparate el separatismo; los secuaces del terrorismo; las miserias de la economía; el desprestigio en medios internacionales; los atentados contra la lengua y la historia común y las graves secuelas de la inmigración ilegal, no reciben las respuestas debidas por parte del Estado. Pero eso sí el gobierno se vuelca ahora en controlar absolutamente la educación, asentando otro duro golpe a la libertad, del mismo modo que hizo en otros campos en las ocasiones precedentes. Vamos camino de que la Política muera completamente. El populismo, bajo la túnica del rencor, apenas esconde la íntima gangrena del alma española, la envidia, que creíamos superada en gran medida en las últimas décadas.
Señalar los riesgos de una democracia vaciada de contenidos, asentada en el engaño, es una obligación nos guste o no. Algo que nos parece claro en otros países, tenemos miedo de criticarlo en el caso español. La democracia es un compromiso operativo, continuamente renovado, entre los ciudadanos y sus representantes. Cuando esa representación cede, no solo ante los intereses de los partidos, y más aún de los personajes que hoy detentan el poder, procurando evitar los controles institucionales y sociales a su gestión, cualquier intento de identificar la llamada a corregir esos defectos, con un peligro para la misma democracia, es la peor de las falsedades.
Emilio de Diego, de la Real Academia de Doctores de España
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