Elecciones catalanas
Elecciones en pandemia
Si centenares de miles de personas no acuden a las urnas por miedo, si otras muchas no lo hacen por estar enfermas... la voluntad popular no se pude expresar como debiera.
Dicen que hay que respetar la democracia, y que nada debe paralizar la expresión de los ciudadanos a través del voto. Solo un autócrata o un admirador de autócratas estaría en contra de que sean las urnas las que dicten lo que hay que hacer. El problema es con qué garantías.
El próximo domingo, los catalanes están llamados a tomar una decisión importante. Pero conforme pasan los días resulta menos comprensible que sea así, porque las garantías necesarias no se cumplen. Votar en medio de una pandemia con efectos trágicos es un escenario indeseable y, en esas circunstancias, convocar unas elecciones innecesarias es un ataque a la democracia.
Y las elecciones catalanas son innecesarias en este momento porque la legislatura no ha llegado a término: los cuatro años preceptivos desde la última votación no se cumplen hasta diciembre, dentro de diez meses. Pero los independentistas gobernantes consideraron que les podría resultar ventajoso forzar el adelanto después de la inhabilitación del ex presidente Joaquim Torra. Quisieron dar marcha atrás cuando los datos de la pandemia empeoraron dramáticamente en enero y, además, apareció Salvador Illa en el horizonte. Pero entonces fue el PSOE el partido interesado en mantener la fecha de las urnas el 14 de febrero, confiando en ese muy glosado «efecto Illa». Finalmente, los tribunales no encontraron motivos legales para aplazar unas elecciones que ya estaban convocadas y ahora asistimos a una campaña alejada de cualquier atisbo de normalidad, y con una cuarta parte de los llamados a ocupar un lugar en las mesas electorales solicitando ser liberados de esa responsabilidad. La mayoría de ellos, por miedo al contagio. Y no se les puede reprochar. Porque ese mismo miedo -tan humano- puede hacer que muchos ciudadanos renuncien a ejercer su derecho al voto, lo que distorsionaría un resultado final que, con mucha probabilidad, provocará una larga lista de denuncias e impugnaciones si hay problemas para conformar las mesas y se generan dudas sobre el proceso de votación.
Se podrá argumentar que Portugal celebró sus elecciones presidenciales hace dos semanas, cuando la tercera ola de la pandemia ataca a nuestro país vecino más que a ningún otro en Europa. La diferencia con Cataluña es que el mandato del presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa, expiraba ahora. En Portugal se vota al presidente cada cinco años, y las elecciones anteriores habían sido en enero de 2016. Aun así, la normativa electoral en los países democráticos debería tener en cuenta situaciones excepcionales en las que votar sea un problema y no una solución. Y el resultado de esa excepcionalidad es que solo votó el 39 por ciento de los portugueses.
La finalidad última de las elecciones en democracia es que reflejen fielmente la voluntad popular. Si centenares de miles de personas no acuden a las urnas por miedo, si otras muchas no lo hacen por estar enfermas, y si miles más no pueden votar por tener que cuidar de los enfermos, la voluntad popular no se pude expresar como debiera. Y eso es lo contrario a la democracia.
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