Elecciones catalanas

A ver qué voto mañana

Hace ya tiempo que dejó de sorprenderse de que la burguesía conservadora se arrojara en brazos de los antisistema en nombre de la república catalana.

A Inés los independentistas catalanes le recuerdan un poco a aquellos moriscos de la España de la Inquisición prestos a mostrarse más fervorosos que nadie, no fuesen a ser tildados –como los judíos– de marranos y verse engrilletados ante el Santo Oficio. Corren por ver quién es el que más se ofende.

Hace ya tiempo que dejó de sorprenderse de que la burguesía conservadora se arrojara en brazos de los antisistema en nombre de la república catalana. En realidad, la aspiración independentista ha sido capaz de apretujar, en una amalgama de confusión política e ideológica difícil de superar, a los neonazis de la afición radical del equipo que es más que un club, y a los salteadores de pisos que montan algaradas antifascistas rompiendo escaparates o crismas de policías, según les pille el día o el objetivo.

Le salió bien la jugada a Mas, los del tres por ciento y quienes sacaron del cajón la bandera indepe y se sumaron a los de toda la vida para abortar las protestas por la crisis económica y no tener que volver a salir del Parlament en helicóptero. Ella no daba un euro por el éxito de aquella tosca operación. Pero se equivocó. El hábil Pujol, el pragmático que con una mano sostenía mayorías en Madrid y con la otra levantaba por lo bajini un rentabilísimo negocio familiar, sembró durante años, al amparo de agravios a veces inventados, una suerte de orgullo patrio basado en la afrenta y en la inoculación lenta y constante de la idea del catalán laborioso y con ingenio frente al español indolente y sin ideas.

Constatado que había una cosecha que recoger, la elaboración del pastiche indepe exigió a la derecha catalana algo más que golpes de pecho frente a los antisistema o la izquierda republicana con pedigrí. Tuvieron que demostrar que eran más independentistas que Macià, y pasar a la acción. Luego calcularon mal su intento de volver a «dignificar Cataluña», y terminaron presos o fugados.

Hoy ya no hace falta jugársela. De hecho, a Inés le provoca una sonrisa cómo ante la pregunta concreta de Ana Pastor sobre si declararía la independencia en caso de gobernar, la fogosa candidata de la vieja burguesía Laura Borrás, echa tinta de calamar en el debate de La Sexta. No lo va a hacer, ni se va a comprometer a ello. La segunda línea del frente independentista ya ha visto que el Estado de Derecho sabe protegerse, y no van a repetir el mismo error que la vanguardia de líderes que hoy les sirven de excusa para su lucha «fake» por la democracia.

Su estrategia es otra, bastante gastada ya, pero imagina Inés que habrán calculado su eficacia: mantener la unidad de acción buscándose un enemigo común. Un enemigo fuerte y vistoso que le de lustre a su batalla y sirva de engrudo a la amalgama indepe: el PSC, los socialistas. Ya lo dijo Borrás, «tenemos una larga experiencia y somos solventes poniendo vetos». Y ahí están, en el veto, en el cordón sanitario, en la unidad frente al enemigo a falta de propuestas comunes de acción política más allá de la ensoñación independentista.

En el sofá, frente a la tele, Inés sigue el debate en La Sexta entre los nueve candidatos, cuando irrumpe de repente en el aire del salón el chasquido metálico del avisador. La niña, que se ha despertado. Mientras se levanta, deja en la pantalla otro momento de agria disputa entre el acordonado Illa y el aspirante Aragonés. Y piensa, camino de la habitación de la pequeña, en qué diablos de coherencia es eso de Esquerra de participar del aislamiento al partido con el que luego «fas pinya» en el «castell» del gobierno de España, o lo de los puigdemoniacos que ponen ajos en las ventanas de Cataluña para que no entre el vampiro españolista Illa, mientras gobiernan juntos en la diputación del Barcelona. Sería creíble la firmeza constitucionalista del socialismo en Cataluña si no fuera por la obviedad desactivadora de que gobiernan en España gracias a los que reniegan de la Constitución.

Cuando Inés regresa al salón con la niña en brazos, el debate ya está terminando. Tiene la sensación de que el independentismo ha disimulado bien sus fisuras, aunque vuelve a constatar que son los herederos de aquello que salió de la ruptura de CiU los que más ardor patrio han mostrado en los rifirrafes.

Se teme, mientras fluyen los títulos de crédito del programa, que la voluntaria desactivación de Ciudadanos con la políticas suicidas del último Rivera, las raspas que conseguirá el PP el domingo, la desafinada entrada de Iglesias en campaña, y el disciplinado cerco indepe al candidato con el que gobiernan en Madrid, no va a propiciar más cambio mensurable que el crecimiento desaforado e inquietante de un partido del talante y las propuestas de Vox, cuyo candidato priorizó en el debate la expulsión de musulmanes. A no ser que se convirtieran, supone, y lo hagan ver. O que disimulen, como ellos, su afecto a la democracia como hacen los independentistas con su forzada unidad estratégica.

Con tanta ficción y postureo, a ver qué voto mañana.