Marruecos

Las complejas relaciones con Marruecos

Todos los países del mundo tienen una lista, implícita o explícita, de aquellos que son fundamentales en su política exterior. Las razones son diversas, pero no hay ninguna duda de que Marruecos o el espacio geográfico que actualmente ocupa lo es desde la Antigüedad. Las naciones han tendido a buscar unas fronteras naturales que les ofrecieran seguridad frente a invasiones. Francia lo hizo ocupando el territorio que iba desde los Pirineos hasta el Rin y del Atlántico al Mediterráneo. Los Habsburgo buscaron agrupar sus dispersos territorios en el centro de Europa, algo que consiguieron tras el Congreso de Viena (1814-1815) y la victoria frente al emperador de los franceses. Otros factores son lo que tristemente se ha denominado como «espacio vital», la pertenencia a un mismo pueblo o el fundamento idiomático. En nuestro caso, las puertas de entrada han sido el estrecho de Gibraltar y la barrera natural de los Pirineos. La península ibérica ha sido un lugar de cruce de diferentes pueblos que han ayudado a configurar nuestra identidad colectiva. El desastre de la Guerra de los Treinta Años hizo que la plural monarquía hispánica perdiera Portugal (1640), aunque la independencia no se reconoció hasta el Tratado de Madrid (1668). La unión dinástica surgida con Felipe II, al igual que había sido entre las coronas de Aragón y de Castilla con los Reyes Católicos, había llegado, desgraciadamente, a su fin.

Con la Guerra de Sucesión perdimos Gibraltar (1704) y Menorca (1708), felizmente recuperada en 1782 aunque fue reconquistada en 1798 y devuelta tras el Tratado Amiens (1802). El estrecho de Gibraltar ha sido un punto clave a lo largo de nuestra historia y sirve de puente con África en aspectos bélicos, culturales, sociales, económicos… Fue la puerta de entrada en la Prehistoria de la población que venía de esa zona como lo fue de los celtas por los Pirineos. Eran migraciones sin un componente de invasión bélica como sucedería en el periodo final del Bajo Imperio con los germanos entraron por los Pirineos y se instalaron en la Península. Entre ellos, los vándalos silingos, alrededor de 80.000, abandonarían finalmente la Bética en 429, pasando al norte de África al mando de su rey Genserico, donde fundarían un poderoso reino. Diocleciano había incluido en su reforma provincial a la Mauritania Tinginata, con capital en Tingis (Tánger), en la Diócesis Hispaniorum.

Los musulmanes acabarían con la monarquía goda invadiendo la Península desde el norte de África para auxiliar a los hijos de Witiza en su lucha contra el rey Rodrigo. La rápida victoria de Tariq en la batalla de Guadalete (711), nombre tradicional con el que arranca la Crónica del Toledano, les animó a conquistar el reino que cayó sin dificultad. No era el objetivo, ya que no había una instrucción del Califato Omeya. Durante varios siglos hubo una lucha intermitente por parte de los reinos cristianos para expulsar a los musulmanes de la península. Es lo que conocemos como Reconquista y esa idea moderna de coexistencia entre las tres culturas, cristianismo, judaísmo e islamismo, forma parte de un revisionismo falto de rigor y solvencia. Otra cuestión indudable es la positiva e interesante influencia cultural, social y económica que tuvo Al Andalus, como sería conocido el territorio musulmán. En cualquier caso, esos siglos de guerras y batallas, persecuciones e imposiciones, dejaron una profunda huella que llega hasta nuestros días.

Tras la caída del Califato de Córdoba comenzó una lenta decadencia que tendría su culminación con la conquista de Granada (1492). En ese periodo se produjeron desde el norte de África las invasiones de los almorávides y los almohades. La derrota de estos últimos sería en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa (1212) que fue considerada por los musulmanes como «al Iqab» (el principio del fin). El último esfuerzo fue realizado los benimerines, pero fueron vencidos en la batalla del Salado (1340) que consagra la supremacía castellana. El emperador benimerín, Abu Al-Hassan, tuvo que huir a Marruecos y Yusuf I, a su reino de Granada. Al poco tiempo era conquistada Algeciras. A partir de ese momento la desaparición del reino nazarí, que nunca alcanzó los 30.000 kilómetros cuadrados, era cuestión de tiempo y los conflictos internos en la Corona castellana hicieron que se mantuviera hasta 1492 aunque en progresiva decadencia.

El norte de África no dejó de ser un motivo de preocupación. Cisneros tuvo el sueño de arrebatar al Islam una amplia zona del territorio norteafricano y los monarcas de la Casa de Austria quisieron acabar con las correrías de los piratas berberiscos. La presencia de los moriscos fue un motivo de intranquilidad y su expulsión una tragedia social y económica, aunque coherente con la idea uniformidad religiosa. Ceuta y Melilla serían dos núcleos fundamentales de la soberanía española, la primera fue conquistada por Portugal (1415), pero permanecería fiel a España en 1640, mientras que Melilla lo fue por el duque de Medina Sidonia que la conservaría hasta su cesión a la Corona (1556). En lo que respecta al Sahara, el interés surgió con la conquista de Canarias y en el siglo XV se fundó Santa Cruz del Mar Pequeño (Ifni), aunque el dominio durante siglos fue más teórico que real hasta el siglo XIX. En 1959 se convirtió en una provincia española, pero la Marcha Verde, que comenzó el 6 noviembre de 1975, pocos días antes de la muerte de Franco, acabó con la posibilidad de que fuera un país independiente.

Este año es el centenario del desastre de Anual. La primera guerra con Marruecos (1859-1860) fue a causa de incidentes en torno a Ceuta y Melilla. La siguiente, de mayor duración, se prolongó entre 1909 y 1927. Francia estableció un protectorado sobre territorios del sultanato de Marruecos y fruto de los acuerdos franco-españoles de 27 de noviembre de 1912 nuestro país lo ejercería hasta 1956 en que se reconoció su independencia. Por tanto, nuestras relaciones con el norte de África han sido históricamente complicadas, pero siempre con una importancia que se mantiene hasta nuestros días.