Jorge Vilches

Del odio al ridículo

Escribió Maquiavelo que es mejor que un príncipe sea temido a que sea amado. El gobernante, por tanto, debe crear las condiciones para que si el pueblo no lo ama, caso difícil, tenga miedo. Es el atajo para mantener la unidad y la lealtad al Gobierno. La creación de un temor a algo o a alguien siempre es rentable para el poder porque la gente le pedirá su intervención a cualquier precio. Cuando es a alguien, ese miedo se acompaña del odio.

El sanchismo se ha dedicado a demonizar a la derecha, al «trifachito», al PP, Vox y Ciudadanos. Su equiparación con el fascismo, el franquismo e incluso con el nacionalsocialismo ha estado a la orden del día durante los últimos años. Ha buscado y tergiversado palabras, acciones e intenciones para cargar su discurso. Para eso sirvieron algunos socialistas, como Adriana Lastra, y por esto se han dedicado a apartar de la vida política a la derecha.

«Es la emoción, estúpido» decía entonces el gurú de Sánchez, jugando a crispar a los españoles. Era la tapadera de la negligencia política: ante un Gobierno sin más programa que la rendición preventiva a los nacionalistas y la aceptación del chantaje podemita, había que generar miedo y odio a la derecha. Ya contaba Judith Shklar que el pánico social es contagioso, dañino y manipulable, tanto que la gente acaba pidiendo a voz en grito a un salvador con forma de Gobierno omnipresente y todopoderoso.

Ese discurso para generar miedo ha incidido en las claves que son emocionales para el electorado de la izquierda: las mujeres, los inmigrantes y los homosexuales. Cabe recordar que cuando el PSOE perdió el poder en Andalucía por decisión de los votantes, Pablo Iglesias declaró una «alerta antifascista» y los socialistas cercaron el Parlamento andaluz. Metieron miedo a la gente diciendo que esos tres «colectivos» citados iban a perder sus derechos. Nada de eso ha pasado, pero el odio ha quedado ahí.

La manifestación de ese rechazo se ha convertido en rentable en muchos ambientes. No solo en el periodístico, sino en el intelectual y el académico. Ese odio ha generado tabúes y obligaciones, de palabra, obra y pensamiento.

El negocio es tal que las condenas mediáticas son procelosas y contundentes en los casos que tengan que ver con la derecha y que afecten a la corrección política. En cambio, son indulgentes cuando se trata de los denominados «colectivos afectados», de la izquierda o de los nacionalistas. Los ejemplos son palmarios: los homenajes a etarras y el acoso a los no nacionalistas en Cataluña en las últimas elecciones autonómicas.

El Gobierno y sus comparsas políticos y mediáticos han intentado lo mismo en Madrid. Ya ocurrió durante las elecciones del 4-M, cuando sacaron una navaja y unas balas de las que nada más se ha vuelto a saber. Esta semana les faltó tiempo para que la simulación de un delito se transformara en una campaña política contra el PP y Vox. De haber sido una trampa para que la izquierda quedara en ridículo, no podría haber estado mejor construída.

Una política dedicada a generar miedo, como la que hemos vuelto a ver de mano del Gobierno y los suyos, tiene un riesgo: convertirse en grotesco. No hace falta más que pasear por Malasaña, el barrio de Madrid, para darse cuenta de que todo es un repugnante bulo y que se vive en libertad. Lo contrario es alejarse de la realidad y obsesionarse con dar vida a un relato. Sobre esto decía Maquiavelo que el gobernante que se ocupa más de la narrativa que de lo real «aprende antes a fracasar que a sobrevivir».