Política

Violencia callejera

La violencia es violencia venga de donde venga y se ejerza por el motivo que se ejerza

España es una nación cuya arquitectura institucional está quedando seriamente dañada como consecuencia de un programa político populista basado en una cultura que ha sustituido la autoridad moral del cumplimiento normativo por la de la multitud.

Las imágenes de la violencia callejera durante las fiestas de la Mercè en Barcelona, así como en otros lugares de España, traslucen la existencia de un grave problema. Así lo manifiestan, con enorme preocupación, muchos mandos policiales, al ver acompañado el llamado «botellón» de actitudes tan arrogantes como violentas, asentadas en la provocación y en la resistencia a la autoridad. Se trata de la punta del iceberg de un asunto que afecta al orden público y a la libertad de todos. Porque esas mismas actitudes ya se vieron en las protestas que se realizaron a raíz del ingreso en prisión de Pablo Hasél, o en las que tuvieron lugar en Cataluña cuando se conocieron las condenas del «Procés», así como en posteriores ocasiones.

Unos por activa (el populismo más grosero, el nacionalismo excluyente y el movimiento ideológico que sostuvo la kale borroka como parte de la acción terrorista) y otros por pasiva (ese socialismo liviano empeñado en competir en radicalidad con quienes acepta como socios) están provocando, e incluso convalidando, la aceptación natural de la desobediencia a la autoridad y la utilización ordinaria de la violencia como método de protesta.

La falta de una respuesta contundente a este tipo de actos es un grave problema, sobre todo si a la hora de calificarlos y condenarlos se empiezan a introducir sesgos ideológicos, estableciendo que unas violencias o unos odios puedan ser más aceptables que otros, aplicando afinidades o intereses sectarios, algo que, en sí mismo, es ya una gravísima perversión intelectual y política.

Y el problema se recrudece cuando se mantienen, de forma generalizada, posiciones comprensivas, indiferentes, indulgentes e incluso alentadoras hacia quienes incumplen gravemente las leyes o atentan contra la base de nuestra convivencia. Me refiero a asuntos nada menores como los indultos al procés, las actitudes de negligencia activa respecto a un huido de la justicia española, el acercamientos penitenciario de presos con decenas de asesinatos, la tolerancia hacia delitos como la okupación ilegal, o la aceptación indiferente de la no condena de actos terroristas, por poner sólo algunos ejemplos.

La suma de todos estos factores, en el marco de una cultura de la izquierda que tiende al aprobado general y a las pagas universales, con el coste moral que eso representa, y en el de una estrategia de fomento de la polarización, como la que generan y fomentan las fuerzas políticas que gobiernan en este momento la nación, genera un clima que imposibilita una respuesta común de la sociedad ante determinados espectros de odio y de delito, olvidando que la violencia es violencia venga de donde venga y se ejerza por el motivo que se ejerza. Da igual que sea por ideas políticas, orientación sexual, raza o creencias religiosas, porque todas son repudiables y el Gobierno y los partidos que lo apoyan harían muy bien en dejar de politizarlas.

El resultado de todo esto es el debilitamiento de la autoridad que representan las normas, la Justicia y los agentes de la ley, base de nuestra convivencia y garantía de nuestra libertad. Un daño más, en suma, entre los muchos que provoca la mezcla de acción, reacción e inacción, según convenga, de un Gobierno amoral, incapaz de distinguir el bien del mal, que, con grave irresponsabilidad, está provocando un enorme daño a la convivencia.