España
¡Cómo hila la vida!
Un día del invierno de 1966 llegó al Lyon un hombrecillo que aseguraba haber visto a las afueras de Aluche un platillo como el del cuadro
La vida es una trama caprichosa por la que transitamos sin prestarle atención. Su física es un misterio. En un intento por descifrarla, hace años que tomo notas de una de sus manifestaciones más intrigantes: las sincronicidades. Carl Gustav Jung, el discípulo rebelde de Freud, las definió como “la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido, pero de manera acausal”. Fue su formar de clasificar esas coincidencias que a veces se encadenan de modo mágico ante nuestros ojos, dándonos a entender que en el Universo todo está tejido por un mismo hilo.
La semana pasada sentí su roce de nuevo. José Tono Martínez, quien fuera director de la mítica revista La Luna, me convocó a visitar una exposición que en estos días luce a unos metros de la Puerta de Alcalá. “Los felices ochenta y la movida de Madrid”. Tono, testigo directo de aquellos años en los que Madrid acogió a toda una generación de jóvenes con mucho que decir -de Almodóvar a Ouka Leele, de Loquillo a El Hortelano-, ha logrado reunir una notable muestra gráfica de sus trabajos y exhibirla hasta el próximo día 12 en la ilustre galería Ansorena.
Los dos llegamos puntuales a la cita. Tras advertirme que todas las piezas procedían de colecciones privadas y excusarse porque no seguían una pauta concreta -”la movida fue así de ácrata”-, mi amigo me invitó a examinarlas. Tropecé con Rossy de Palma y Savater abrazados en un marco, mirándome desde una distancia de cuarenta años. Unas clavelinas en llamas retratadas por Juan Ramón Yuste quemaron pronto mis pupilas. Y algo parecido lograron las fotos de Momeñe o García Alix. Pero lo que atrapó de verdad mi atención fue un paisaje, un óleo de academia con un caballete de pintor olvidado en un sembrado, cortijo al fondo y tres manchas oscuras distribuidas geométricamente sobre el pasto. El corazón me dio un vuelco cuando junto a esas tachas, a punto de perderse entre nubes de pintura, descubrí un platillo volante agrisado con un extraño -aunque familiar para mí- símbolo con forma de H en su panza.
Cristina Mato, la directora de Ansorena, se percató de mi turbación. “¿Reconoce al artista?”, murmuró señalando la cartela. “55. Sigfrido Martín Begué. Máquina New Age, 1989. Óleo sobre tela”. “No…”, admití. Tono, solícito, se acercó entonces a explicarnos que aquello era una obra hipermanierista del gran pintor de la movida. “Martín Begué fue un hombre de una cultura excepcional, excéntrico pero formal, de trayectoria muy sólida”, dijo. “Deberías ver el resto de su trabajo”. Yo los miré confuso. “Pero… ¿no sabéis qué es eso? ¿De dónde sale esa escena? ¿Ese ovni?”, interrogué mientras los empujaba al escaparate de la tienda, señalando extasiado al otro lado de la calle de Alcalá.
Ambos se encogieron de hombros.
Más de medio siglo atrás atrás, en los sótanos del desaparecido Café Lyon, justo delante de Ansorena, un grupo de madrileños se daba cita para tertuliar de lo divino y lo extraterrestre. Cada martes Fernando Sesma, funcionario de Correos, los convocaba para leerles noticias sobre alienígenas y discutir supuestos mensajes recibidos de otros mundos. “¿Sesma?”, gruñó Tono. Alfonso Paso, el dramaturgo, anduvo por ahí. Incluso Buero Vallejo, precisé. Un día del invierno de 1966 llegó al Lyon un hombrecillo que aseguraba haber visto a las afueras de Aluche un platillo como el del cuadro. Había dejado tres huellas idénticas a las pintadas por Martín Begué. Al año siguiente, un objeto parecido se dejó fotografiar sobre los castillos de San José de Valderas, en Alcorcón; su H en la panza ocupó la portada del diario Informaciones, e incluso aterrizó en la barriada de Santa Mónica dejando unos tubitos de metal que Martín Begué, para mi sorpresa, había incorporado también a su obra. ¡Era una coincidencia extraordinaria que ese cuadro estuviera allí colgado!
A Cristina y Tono les expliqué que existía incluso un libro que contaba su historia: Un caso perfecto (1969). Y que aquella H era el símbolo de una supuesta civilización que se había infiltrado en el Madrid de los cincuenta y que se había dedicado a inundar de cartas mecanografiadas a muchos de los contertulios del Lyon. Se hicieron llamar “ummitas” y sus textos generaron hasta un subgénero literario con el que uno puede tropezarse aún en las librerías de viejo.
“Martín Begué debió hechizarse con aquello”, diagnostiqué ante mis estupefactos anfitriones. “¿Y en qué quedó al final ese asunto?”, indagó Tono. Tuve que contarles que los ummitas, tristemente, fueron un invento del hombrecillo que visitó el Lyon en 1966, un perito agrónomo de una imaginación tan portentosa que hubiera dado más de sí de haber nacido en los años de la Movida. Años, por cierto, en los que yo llegué a Madrid como estudiante de bachillerato y en los que dediqué todo mi tiempo libre a -¡oh, casualidad!- desenredar el enredo ummita.
Pero las coincidencias no quedaron ahí. Cuarenta y ocho horas después del encontronazo con el “Martín Begué”, Daniel Utrilla, amigo y escritor afincado en Moscú, me telefoneaba para tomarse una cerveza conmigo. Quería firmarme su nuevo libro, Mi ovni de la perestroika, un relato sobre el aterrizaje en la URSS de un ovni como el de San José de Valderas, con H y todo, que se dejó ver por esas tierras en 1989. El mismo año del cuadro colgado en Ansorena. Y Tono, en un SMS justo posterior a su llamada, me hacía una postrer confesión: “¿Sabes que los nietos de Sesma son amigos míos?”
Dios. ¡Cómo hila la vida!
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