Política

Vaticinio

No es un simple vendedor de humo, sino más bien un maestro de márketing político: qué quieres, te lo doy; qué necesitas, que lo tengo

Parece Iván Redondo un tipo frío. Entra en el estudio de televisión con gesto sereno, como con una sonrisa imperceptible de tipo seguro de dónde está y lo que hace. Puede ser también un escudo ensayado, la defensa de alguien acostumbrado a jugar al póker con tahúres de pistola en cinto y escaso escrúpulo. Se ve que viene de la política de trincheras, que es toda la política que rebasa la frontera del pensamiento para bajar a la acción. Pero no es un político. Hasta para un marciano o un extranjero que ignorase quién había sido ese tipo de estatura media y aparatoso flequillo a lo Trump, es evidente que no era alguien necesitado de agradar o parecer simpático. Mantiene el metal de su expresión desnuda de emoción alguna mientras Susanna Griso traza pinceladas de su biografía hablando con Toni Bolaño, compañero de columna y de la radio, que acaba de escribir una documentada biografía del personaje. Sonríe educado cuando se acerca la entrevistadora, y es en ese momento, sólo en ese momento, cuando un leve fulgor asoma a su mirada, revelando una grata emoción. Se muestra cómodo. Cuando se sientan, recupera su pétrea compostura, que es firme, pero no diría el observador que completamente fría. Con el diálogo, Redondo coge temperatura y va adecuando la expresión a una conversación que no parece resultarle ingrata. Ni siquiera cuando ella le pone ante los desafectos de la política o hasta su radical cambio de aspecto al devolverle el vídeo su imagen de hace unos pocos años: ha ganado pelo, muchísimo en su norte frontal, cosa que él mismo hace ver a la presentadora y al público, desactivando así cualquier pregunta sobre el particular.

No es el Redondo que vimos con Évole. Aquí ni desbarra ni reitera silencios. Maneja su propio tiempo y su verbo mientras sigue el camino que va marcando la entrevistadora, pero sin recortar explicaciones ni dejar a medias verdades o frases. Tampoco desvela emociones acaso impertinentes en ese momento. Se bate bien en vivo. Uno diría, desde la proximidad del estudio de televisión, que está jugando un partido de revancha.

Insiste en que él se fue, que se lo hizo saber el día después de las elecciones que encumbraron a Ayuso tras aquella moción de censura murciana en la que ni estuvo ni apoyó, y que si se mantuvo hasta la crisis ministerial de julio –más de dos meses– fue por lealtad personal a Sánchez y profesional a su propio proyecto, Sánchez mismo.

Y el observador concluye –probablemente sin razón– que el entusiasmo con que habla de las posibilidades de Yolanda Diaz quizá desnude un franco deseo de estar ahí, de obrar con la gallega el mismo milagro que consiguió con un Pedro Sánchez en quien solo él vio posibilidades de futuro. Parecería como si acariciase la posibilidad de hacer suyo ese reto de poner a una mujer comprometida, prudente y de mirada larga a la izquierda, en el mismo podio olímpico al que elevó a quien para él, «solo es hoy pasado».

Duda el observador que tal cosa pueda suceder. Pero tampoco lo descarta. En política, y con Redondo de por medio, nada se puede dar por cierto ni por imposible. Porque la suya es una mirada diferente. Y lúcida, ahí están los resultados. Puede que la ambición y quizá un punto de fatua autocomplacencia hayan acabado con su posición de poder en Moncloa, pero sus herramientas de gestión han demostrado ser solventes. Redondo ha introducido en la política española el elemento emocional que desconocen o desprecian los administradores del caudal político que basan su quehacer en una disciplina férreamente anudada a la estructura partidaria o un dogmatismo ideológico absolutamente impermeable. No es un simple vendedor de humo, sino más bien un maestro de márketing político: qué quieres, te lo doy; qué necesitas, que lo tengo. Luego será labor del político conseguirlo o explicar su fracaso; o nadar en sus contradicciones, como hace Sánchez, con muy buenas maneras, dicho sea de paso. Pero su trabajo de encumbrar, ya estará hecho.

Y en el paisaje político presente solo hay una persona que, partiendo de posiciones dogmáticas, haya sido capaz de olvidarse del dogma en aras de un bien superior, la gestión de una crisis social, y tenga demostrada solvencia para marcar distancias con cualquier estructura de organización política, incluida la de su propio partido. Esa es Yolanda Díaz.

No hay muchas posibilidades de que tal matrimonio fuera a celebrarse. Pero el observador recuerda, mientras contempla cómo Redondo abandona el estudio tras intercambiar con él algunas palabras breves y apresuradas, la reacción de la hoy vicepresidenta tercera ejerciente de segunda, cuando le expuso, hace tiempo ya, mucho antes de la designación pablista, su intuición de que podría incluso aspirar a liderar la izquierda más allá del PSOE: «qué barbaridad, cómo puedes decir esas cosas».

Ahora no sólo lidera, sino puede optar a hacer historia al frente de un gobierno, bendecida como tal por ese Iván Redondo de expresión pétrea, que será para siempre el profesional que encumbró a un tipo gris que supo aprovechar su oportunidad. Un consejero que puede despertarte más o menos simpatías, pero sabe de lo que habla y posee un indiscutible ojo clínico.