Opinión

España, el país de los «superpuentes»

Nos hemos convertido en un país con una enorme burocracia y un montón de gente cobrando de los presupuestos

Europa es la zona más rica del mundo, pero también una sociedad en decadencia. A estas alturas creo que nadie puede dudar de nuestra irrelevancia en la política internacional. Como sucede siempre que se produce una decadencia seguimos viviendo de las glorias del pasado. No hay más que ver dónde está realmente el dinero en el mundo y qué países son influyentes. A pesar de ello, seguimos siendo bravucones y no hay más que ver las declaraciones grandilocuentes de los líderes europeos o el patético papel que realiza Pepe Borrell como «ministrillo» de Asuntos Exteriores de la UE con el pomposo nombre de Alto Comisario. Lo único alto, por supuesto, es el sueldo que cobran tanto él como sus colegas. En el terreno empresarial cada vez somos menos competitivos y más dependientes, aunque hay que reconocer que nos hemos convertido en un agradable y reconfortante parque de atracciones cultural, comercial y gastronómico. Un buen número de las empresas cotizadas están en manos de sus ejecutivos, que erróneamente llamamos empresarios, y que están a las órdenes de los fondos de inversión. Es cierto que en algunas, pocas, las familias fundadoras siguen teniendo una mayor o menor presencia.

El caso español siempre me ha resultado más sangrante, porque nos hemos convertido en un país con una enorme burocracia, un montón de gente cobrando de los presupuestos, un mercado laboral poco competitivo y una economía con graves problemas estructurales. A pesar de ello, somos el país de los «superpuentes». No me refiero a las obras que construyen con gran pericia los ingenieros de caminos, sino al fervor que tenemos por enlazar fiestas. No entro, de momento, en esa pintoresca corriente que defiende que trabajemos menos horas y días. Ahora quieren cuatro a la semana, aunque en cualquier momento reivindicarán que es mejor tres. Es verdad que los antiguos romanos nos superan, de momento, y casi todos los días del año estaban dedicados a algún dios y a su consiguiente fiesta. Los políticos empleaban su fortuna comprando al pueblo con estas celebraciones y conseguían así avanzar en su cursus honorum. Lo mismo hicieron los emperadores para complacer a la plebe. Al final, los bárbaros acabaron con un imperio que se había vuelto débil y complaciente.