Literatura

Dejad hablar al bromista cósmico

El término casualidad delata, en realidad, nuestro desconocimiento sobre las relaciones de causa y efecto que vinculan dos hechos

Me encanta coleccionar coincidencias. Son estas un placer morboso para alguien que necesita unir los puntos que conforman el dibujo de la vida. Las hay que combinan personajes y circunstancias de un modo tan sorprendente que hacen que me pregunte si el Universo no estará regido por alguna clase de «bromista cósmico» invisible. Las últimas que atesoro tienen que ver con la conquista del espacio. Hasta ayer, sin ir más lejos, estuvo expuesto en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid el que será el primer cohete privado español. Tiene la envergadura de una casa de cuatro plantas, es delgadito, lo protege una piel de aluminio y muestra orgulloso un nombre taurino en su fuselaje: Miura-1. Lo que lo ha convertido en una coincidencia para mí es que sus motores estén siendo probados en el aeropuerto de Teruel, ciudad que presume de un toro en su escudo y en la que de niño, muy cerca de sus pistas, yo mismo soñaba con lanzar mis propias naves al espacio.

En el negociado de las coincidencias el factor clave descansa en la óptica del que las detecta. Las casualidades significativas -o sincronicidades, como las llamaba Jung- se asientan en la subjetividad de quien las descubre. Y si no, pregúntenselo a Elon Musk, el hombre que en estos días parece destinado a devolver a los americanos a la Luna. Musk acaba de tener un curioso tropiezo con la memoria de Werner von Braun, el padre de la moderna cohetería. Pocos recuerdan que el ingeniero que nos llevó hasta el Mar de la Tranquilidad se distraía escribiendo relatos de ciencia-ficción. Eran su válvula de escape. En esos escritos Von Braun proyectaba lo que creía que iba a ser el futuro de sus diseños técnicos.

En 1949 Von Braun dio a imprenta «Project Mars». En él especulaba con que nuestra especie estaría preparada para colonizar el planeta rojo en la década de 1980. No fue, desde luego, un Julio Verne y pronto su estimación quedó en el olvido. Sin embargo, Musk la leyó hace poco y se quedó perplejo: cuando los humanos de esa ficción alcanzan Marte, tropiezan con una civilización gobernada por un consejo de diez sabios al frente del cual está un hombre al que dan el título de… ¡Elon!

Musk no había nacido todavía cuando Von Braun escribió aquello. El suyo no es tampoco un nombre común. De origen hebreo -la Biblia llama así a un juez- apenas lo ostenta un 0,0001% de la población mundial. La puntería de Von Braun al elegir el del empresario que hoy impulsa nuestro regreso a la Luna, es curiosa como poco.

No se trata de la única coincidencia espacial que tengo inventariada. El escritor irlandés Jonathan Swift ya soñaba con Marte en el siglo XVIII. En sus «Viajes de Gulliver» dedica unas páginas sorprendentes a las lunas marcianas Fobos y Deimos. En 1726 faltaba todavía siglo y medio para que los astrónomos detectaran esos dos satélites de apenas dieciséis y ocho kilómetros de diámetro, pero los habitantes de su imaginaria Laputa ya los conocían, sabían de su pequeño tamaño y hasta se desvivieron por aportar datos tan minuciosos como que «la revolución del primero se realiza en diez horas y la del segundo en veintiuna horas y media». Lo que aprendimos en el siglo XX de Fobos y Deimos ya estaba, pues, prefigurado en unos párrafos de hace casi trescientos años. Swift sabía incluso que la primera luna tenía una órbita retrógrada -contraria al sentido de rotación de Marte-, lo que es toda una anomalía en nuestro sistema solar. ¿Dónde lo aprendió?

El término casualidad delata, en realidad, nuestro desconocimiento sobre las relaciones de causa y efecto que vinculan dos hechos. Aunque hoy sabemos que Voltaire mencionó también las dos lunas de Marte en un cuento que tituló «Micromegas», solo podemos suponer que ambos autores, contemporáneos, tuvieron acceso a las raras especulaciones que Johannes Kepler hizo un siglo antes sobre su existencia. Pero, ¿y el «Elon» de Von Braun? ¿De dónde surgió algo así?

Quizá sea cosa de las cabezas más creativas. Quizá cuando nos liberamos de nuestros corsés intelectuales y dejamos que la imaginación vuele, nos conectamos con la mente de ese «bromista cósmico» que aprovecha nuestra permeabilidad para deslizarnos alguna de sus guasas. No se me quita la idea de que eso es lo que le sucedió al gran Jack Kirby -junto a Stan Lee el creador sesentero de superhéroes como Los 4 Fantásticos o los X-Men-, cuando en 1959 tituló uno de sus álbumes «The face on Mars». Tuvieron que pasar diecisiete años hasta que la Viking-1 fotografió algo parecido a la cara colosal imaginada por Kirby en la región de Sidonia. Y treinta y dos hasta que la Mars Global Surveyor nos aclaró que aquel rostro era, en realidad, una caprichosa montaña a la que la luz del Sol le sacaba rasgos antropomorfos. Pero, ¿cómo se le ocurrió a Kirby esa idea?

Desde que supe -ya hace más años de los que quiero recordar- que el bueno de Verne se adelantó en su «De la Tierra a la Luna» a la idea de un vehículo para alcanzar nuestro satélite con tres hombres a bordo, supuso que se lanzaría desde Florida e imaginó que caería casi en el exacto punto del Pacífico en el que amerizó la misión Apolo 11, sé que los escritores guardamos dentro de nosotros un «bromista cósmico».

Solo hay que dejar que hable.