España

Ucrania y el dolor de Unamuno

El neoeuropeísmo español nos lleva a asumir que, pese a los miles de kilómetros de distancia, estamos emplazados en primera línea de Putin

Por las rendijas del desprestigiado CIS se cuelan a veces retazos de nosotros mismos. Esquivando las cocinadas intenciones de voto, la encuesta pública ejerce de GPS sociológico para retratarnos y contarnos cómo nos adaptamos a la supersónica realidad. Y ahora que se cumple el primer mes de guerra en Ucrania, nos deja algunas imágenes renovadas sobre quiénes somos. Más allá de la evidente preocupación generada por la tragedia humana (tan incrustada, además, en esa innata y habitual solidaridad española), las respuestas a las cuestiones relacionadas con el conflicto identifican un revitalizado rasgo europeísta: al 86,4 por ciento de los españoles le preocupa mucho o bastante lo que ocurre al este del continente; el 95,7 considera que lo que allí sucede concierne a la Unión Europea y, más aún, al 82,7 le parece que afecta directamente a España frente al exiguo 1,1 por ciento que cree que la crisis transcurre muy lejos y no nos incumbe.

Esa conciencia de pertenencia al grupo pormenoriza una España muy diferente a la de hace apenas cuatro décadas, a aquella heredera de complejos varios que se definía, resignada, más por oposición a otros que por características propias, ya saben, «Spain is different»; la España contemporánea, en cambio, se presenta bien distinta a esa otra cuya historia discurría en paralelo a la de Europa, pero sin rozarse apenas, sin tocarse nunca, con la sensación de asistir como una mera espectadora a los males que aquejaban al resto de países a lo largo del siglo pasado, sus contiendas, sus choques, sus tensiones territoriales. Y nosotros, como una isla, siempre al margen. Hasta que el drama ucraniano se ha destapado como evidente punto de inflexión. Si nos ponemos románticos, Europa ya no es un «ellos» sino un «nosotros» y si viramos más a lo geográfico, hubo un tiempo en el que los Pirineos nos separaban y ya no tanto: la cadena montañosa no se ha movido, pero nosotros sí.

Hemos aprendido a ser europeos por etapas. Primero, a golpe de bondades, avances y desarrollo, al mismo ritmo en el que la bandera azul de las estrellas ondeaba sobre nuestras mejoras, nos modernizábamos, nos renovábamos, crecíamos. El sentimiento de arraigo se fue adhiriendo a nuestra realidad, de manera natural, sin aspavientos, casi imperceptible y ni siquiera las sucesivas, concatenadas y variadas crisis han sido capaces de reducirlo, aunque hayan impulsado verdaderos test de estrés. Una vez interiorizado nuestro lugar en el mundo, el neoeuropeísmo español nos lleva a asumir que, pese a los miles de kilómetros de distancia, estamos emplazados en primera línea de Putin. Ucrania convertida en la versión europea del dolor que ya sintió Unamuno.