Política

El reto de la era pop

Los ciudadanos debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad social y optar por representantes que demuestren más sentido práctico que estético

Alertan los expertos desde hace años de los riesgos de la tecnología en nuestras vidas. A la falta de capacidad de concentración, tan estudiada y analizada, se suman otras consecuencias que han ido catalogando a medida que se descubrían: pérdida de pensamiento profundo o aumento de las ideas fracturadas, abuso de la multitarea, atención parcial continua o exceso de estrés generado por la obsesión de estar permanentemente conectados. Esta enumeración no es, ni mucho menos, una diatriba contra el mundo digital e hipervinculado que habitamos. Nada más lejos de mi intención. Son muchas, muchísimas más, las ventajas que aporta el desarrollo que sus perjuicios (a Pinker me remito), pero, pese a ello, resulta imprescindible conocer los potenciales y reales estragos que causa para frenar los daños a la sociedad.

De esa dispersión cognitiva que padecemos, de ese intento de condensar mucho en poco tiempo y en poco espacio, de esa compresión, en fin, deriva el triunfo de las ideas cortas y simples como referencia intelectual a través de la que comprender y explicar una realidad poliédrica, cada vez más compleja. Es la eclosión del pensamiento pop, que una vez fortalecido e interiorizado se extiende a todos los ámbitos, desde los cotidianos e individuales hasta los públicos y colectivos. Y este contagio llegó, claro, también a la política. En España, de hecho, nos acercamos, ya peligrosamente, a los diez años de política pop. En un entorno en el que la urgencia se impone, prima la precipitación y la reflexión deja de entenderse como un valor, la gestión de «lo de todos» ha terminado convertida en una acelerada versión de nosotros mismos. En algún momento entre 2012 y 2014 se fue filtrando un estilo de soluciones reduccionistas (siguiendo la estela de países próximos, aquejados de idénticos males), un método de recetas destinadas a satisfacer los deseos inmediatos de los ciudadanos, a pronunciar solo aquello que se espera escuchar.

No es preciso repasar, por ampliamente conocido, cómo a lo largo de los últimos años se ha impuesto el destello de lo efímero, de lo llamativo, de esos célebres quince minutos de fama. Hemos asistido al ascenso y descenso de promesas fulgurantes, casi mesiánicas, que convencían con la misma intensidad con la que poco después desataban recelos y, como parte de un pernicioso movimiento circular, la desconfianza que generaban ha desgastado, de manera colateral, las instituciones. Ahora que resuenan ecos de cambio en la primera línea, los ciudadanos debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad social y optar por representantes que demuestren más sentido práctico que estético. Que sean más Churchill que Warhol.