Opinión

«¡Que viene la ultraderecha!»

«La ultraderecha, la extrema derecha, la ultra-ultra extrema derecha…». Los calificativos se quedan cortos para intentar desacreditar a formaciones políticas que no se someten a los dictados de los que se consideran investidos de una legitimación ignota –o quizás no– para decidir quiénes puedan gobernar en nuestras democracias. Vox en España y Le Pen en Francia han puesto este debate de palpitante actualidad al formar parte del Gobierno autonómico de Castilla y León, y volver a ser candidata finalista en la laicista República francesa, respectivamente.

Escuchar a Sánchez liderando el discurso descalificador en España, debería bastar y sobrar para que en su boca resulten bochornosos estos cordones sanitarios que propone, habiendo pactado como lo ha hecho en todas las instituciones en las que lo ha necesitado, con formaciones con un pedigrí tan poco respetuoso con las reglas del estado de derecho y los derechos humanos como Bildu, y formando un auténtico Frente Popular en el Gobierno de la nación. En España el Frente Popular tiene una memoria histórica muy clara por su actuación durante la Segunda República, con un intento de golpe de Estado revolucionario desde la oposición en 1934 y con el pucherazo de 1936 por el que accedió fraudulentamente al Gobierno, y que precipitó la Guerra Civil cuatro meses después.

Las democracias tienen el derecho –y el deber– de protegerse de autócratas que por la vía del sufragio universal puedan acceder al Gobierno para destrozar el sistema, y para ello existen varias fórmulas como la de la ilegalización de los partidos que lo pongan en riesgo con sus programas. Pero esto es una cosa y otra muy distinta pretender ilegalizar votos e ideas por la simple razón de no compartirlas.

El creciente apoyo a estas formaciones debería llevar a analizar sus causas y, en su caso, darle otra respuesta, pero no a pretender ilegalizaciones sobrevenidas hacia sus votantes. Uno de los asuntos que más atrae a sus seguidores es la política de inmigración, al oponerse a la ilegal y masiva por considerar que puede desestabilizar la propia identidad nacional e histórica de sus países y ser un peligro para la convivencia por su nula voluntad de integración en la sociedad de acogida. Es el caso de la Hungría de Orbán y su particular historia con el imperio otomano, y el caso de Polonia, estigmatizada como xenófoba por los globalistas de Bruselas, dando una lección de solidaridad al mundo al acoger a millones de ucranianos que huyen de la invasión de su país. El «ultraderechista» Mateusz Morawiecki tiene mucho que enseñar a nuestros democráticos y solidarios frentepopulistas.