Gobierno de España

«No debería uno contar...»

El Gobierno se nos transparenta en un ejercicio inédito e inverosímil, que reconfigura como víctima a quien debe proyectarse como garante de solidez

«No debería uno contar nunca nada». En la era de la hiperconectividad, de los excesos digitales, de la dictadura de los algoritmos y con los metaversos engastados en nuestros afanes más cotidianos, no tendría que sorprendernos el anuncio de intrusiones informáticas. De espionajes, para ser más precisos. De esos que, a lo largo de la historia, han ido tejiendo y destejiendo enlaces entre imperios, estados y naciones, alterando pactos y alianzas o distorsionando acuerdos para reescribir decisiones que parecían ya inmutables. De esos mismos que, recreados y embellecidos, se han desplegado a través de las páginas de las novelas o de los fotogramas de las películas. Nada nuevo. Aquí se vigila, concluiríamos al modo de falaz sorpresa del capitán Renault en el Rick´s Café.

En efecto, el espionaje, tan arraigado, tan vetusto y usual en los juegos que mueven el poder, persevera hoy, más perfeccionado y actualizado. Ya no brillan «mataharis» ni «jamesbonds» en el tiempo Pegasus, sino invisibles virus, silenciosos agentes secretos que actúan y se deslizan hacia una realidad paralela. Pero, esquivando los deberes de sigilo y reserva, más que sagrados para cualquier servicio de inteligencia, asistimos ahora en España al estriptis impúdico de nuestras debilidades, a la exhibición de agujeros de seguridad nacional que provocan el asombro y el desconcierto ciudadano e institucional. El Gobierno se nos transparenta en un ejercicio inédito e inverosímil, que reconfigura como víctima a quien debe proyectarse como garante de solidez, descubriendo, sin más, las flaquezas del Estado bajo los gélidos focos de ruedas de prensa o en comisiones de secretos oficiales que, en horas o minutos, pasan del obligado silencio de una sala del Congreso a la publicidad del tuit. Y, con ello, se desarma hasta el más firme atisbo de confianza, se acrecientan las incertidumbres y se desdibujan las líneas que separan los distintos engranajes que construyen democracias.

Frente al criterio unánime y compartido por Francia, Reino Unido y demás países con mandatarios, también o probablemente, espiados, lo que no debería conocerse ni trascender, lo que por su propia esencia y naturaleza tendría que permanecer difuminado en las sombras termina aquí expuesto en el escaparate del zoco político más rudimentario amenazando con enturbiar los últimos (y cuestionados) giros geopolíticos y, todo, además, en vísperas de una trascendental cumbre de la OTAN acogida en suelo patrio. Haríamos mejor en seguir el consejo de Jaime o Jacobo o Jacques Deza, el espía forjado por Javier Marías: «No debería uno contar nunca nada».