Irene Montero
Igualdad: ministerio trampa
A la política de pose, tan en alza en los últimos tiempos, se le van descubriendo los trucos y se va agotando en busca de unos réditos que quizá no lleguen nunca
Me van a disculpar el arranque prosaico, pero la política o es útil o no es. O sirve para cambiar, equilibrar y mejorar la vida de los ciudadanos o acaba por convertirse en divertimento para unos y en dolor de cabeza para otros. Y por estas dos vías parece que pretenden algunos hacer derrapar las cuestiones sobre las que legislar, derivándolas a un carrusel compulsivo de obligaciones, deberes y recovecos artificiosos por redundantes. Regular lo regulado y volver a regular. Ya sucedió con el proyecto de la ley del «solo sí es sí» (aún pendiente de aprobación) que ignora siglos de estudio y perfeccionamiento del consentimiento como eje vertebrador del derecho penal y vuelve a ocurrir ahora con las bajas laborales por reglas incapacitantes. Obviando que los permisos médicos ya se conceden ante dolores que impiden a los trabajadores, y a las trabajadoras, el ejercicio de sus actividades profesionales, se atribuye avances y méritos logrados y consolidados.
Ambas iniciativas normativas, que pueden contribuir a aflorar ciertos debates tabúes, se topan, sin embargo, con una realidad preexistente que se empeña en recordarles su inutilidad. Determina la RAE que «igualdad» es «un principio que reconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones» y quizá sea en la literalidad de esa tercera acepción del diccionario donde radica el pecado original del ministerio de Irene Montero y sus propuestas: la trampa de una cartera forzada, ornamental, empotrada en el Gobierno y con más forma que fondo. Reducir el valor de la paridad a una administración, en lugar de impulsarlo como un espíritu inspirador, mucho más amplio, desencadena choques permanentes con otros ámbitos del Consejo de Ministros que sí gestionan contenidos, véase Justicia, Seguridad Social o Hacienda.
La igualdad no debería encuadrarse en un área, sino extenderse a un estilo que impregne todo el espacio común. Ponerle una mayúscula y una sede oficial genera un efecto más o menos estético, pero carente de beneficios ciertos y tangibles; es más, entorpece y frena su verdadera inclusión en las leyes que finalmente son aprobadas. A la política de pose, tan en alza en los últimos tiempos, se le van descubriendo los trucos y se va agotando en busca de unos réditos que quizá no lleguen nunca. La madre del sufragio femenino (el universal, en fin) ya advirtió en 1934 «que en la mecánica electoral deciden siempre la opinión y los procedimientos. No los hombres ni las mujeres. No los sexos, que son cosa de biología y no de política». Y de defensa de igualdad, aunque vaya en minúscula, Campoamor iba bien sobrada.
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