Guerra Civil española
La cacería de sotanas
Un odio tan atroz que no hizo distinción entre clérigos –los más– que bendijeron la cruzada nacional y los que defendieron la legitimidad de la República
Allí donde el Ejército de Franco sucumbió en su voluntad de subvertir el orden constitucional se desató una brutal cacería de sotanas. El gentío no fue la vanguardia que derrotó el alzamiento africanista de 18 de julio de 1936. Eso forma parte de la literatura épica construida para ensalzar el romanticismo de la lucha obrera. Fueron, en primera instancia, los cuerpos de seguridad, en ciudades como Barcelona, los que abortaron el golpe de estado. Esto es, Mossos de Esquadra, Guardias de Asalto y la mismísima Guardia Civil. Luego, aprovechando el caos, los militantes de sindicatos como la FAI-CNT se armaron hasta los dientes tras requisar todo el armamento de los cuarteles del Ejército en Barcelona, bastión peninsular de la CNT. O el Cuartel de la Montaña en Madrid que también fue asaltado por la furia obrera.
Lo cierto es que hasta esa fecha no hubo armas para el movimiento obrero, porque el gobierno de la Generalitat temía más una revolución obrera que el alzamiento militar contra la República. Visto lo que luego ocurrió, no les faltaba razón. Tan pronto fue derrotada la intentona golpista se desató una vorágine criminal: la caza de sotanas. La peor matanza de clérigos de la era moderna en la Europa Occidental. Y que eso ocurriera en un país tan católico como España da qué pensar.
¿Cómo pudo ocurrir? ¿Qué motivó esa borrachera de sangre de ese verano de 1936? ¿Qué desató ese odio irracional que dio pie a tantos crímenes por el simple hecho de vestir el hábito de cura o de monja o incluso simplemente por asistir a misa o ser creyente? No hay justificación alguna para tanto crimen cobarde. Pero sí una explicación racional. La izquierda estaba poseída de un profundo espíritu anticlerical. Identificaba la Iglesia con la derecha y la patronal y la responsabilizaba de bendecir una sociedad estamental que condenaba a la miseria y la pobreza a la clase trabajadora.
En esa España había crecido una pulsión revolucionara que empañaba al conjunto de los partidos de izquierdas y especialmente a los sindicatos. Además, el anarcosindicalismo era hegemónico en la principal región industrial del país: Cataluña. Aunque fue Madrid la región donde se cometieron más asesinatos. La excepción fue Euskadi, no hubo en esas tierras persecución religiosa. No en vano, el ministro de Justicia, el vasco Irujo, fue el primero en impulsar el restablecimiento del culto religioso ya a finales de 1937.
Se mató en nombre de Dios o simplemente por rezarle. Un odio tan atroz que no hizo distinción entre clérigos –los más– que bendijeron la cruzada nacional y los que defendieron la legitimidad de la República. También estos tuvieron que poner los pies en polvorosa. El cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer, afecto a la República, fue capturado por el Comité de Montblanc tras huir de la sede episcopal de Tarragona. Quiso refugiarse en el Monasterio cisterciense de Poblet y fue apresado por el Comité de Montblanc. Explicó el Cardenal, desde el exilio italiano, que fue salvado por «la divina providencia» a lo que el erudito monje de Montserrat Hilari Raguer objetó «por la intervención personal del presidente Lluís Companys» que fue también quien lo embarcó rumbo a Italia.
Precisamente Montserrat padeció como pocos el terror de la cacería de sotanas. Una veintena de sus monjes fueron exterminados ese verano. Incluido el prior. Montserrat era ya un símbolo del entonces llamado regionalismo catalán y el Abad Marcet tenía una buena relación con el Gobierno de Companys. Gracias a ella, la Generalitat mandó Mossos d’Esquadra a proteger el santuario que resultó intacto. No así la comunidad benedictina que fue evacuada casi en su totalidad. El mismo abad ante las noticias que llegaban de los pueblos cercanos, en especial Monistrol, dio la orden de abandonar el santo lugar. La fechoría más conocida tuvo lugar en Barcelona, en el piso de la comunidad que utilizaban los monjes para alojarse en Barcelona. Siete de ellos buscaron cobijo allí. Fruto de la casualidad fueron descubiertos cuando ya llevaban un mes escondidos en Barcelona. Se los llevaron y los cosieron a balazos en las afueras de Barcelona, en la falda de la montaña de Collserola. En uno de esos fúnebres paseos. No hubo piedad ni excepción alguna, los mataron a todos.
Pretendió el Primado de Toledo, el también catalán Enric Gomà, creer que sólo se salvaron vidas de clérigos afectos a la República pese a contar como mano derecha al franquista obispo de Girona, Cartanyà, que también fue protegido y salvado por la Generalitat. Como también ocurriera con el Obispo de Tortosa, también afecto a la rebelión. Las autoridades republicanas no discriminaron a los curas por su posición política, como tampoco la persecución a estos tuvo reparo alguno. Tras cada sotana había un enemigo, tras cada feligrés un colaboracionista. Lo contó con todo lujo de detalles el Padre Raguer en «La espada y la cruz» un libro publicado en 1977, antes del retorno de Tarradellas. Disecciona con todo lujo de detalles las posiciones de unos y otros. El fanatismo. Incluso el muy franquista Cardenal Gomà levantó sospechas entre el sector del clero más derechista por ser catalán.
Tanto se mató, tanto odio y crueldad reinó, que el franquista padre Jesús Quibús en De rebus Hispanie no dudó en justificar sin tapujos la ejecución del líder de la democracia cristiana catalana, Carrasco i Formiguera, por sus vivas a Cataluña ante el pelotón de fusilamiento, aunque sus últimas palabras fueran «Jesús, Jesús, Jesús».
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