Sociedad
Apariencias
Abandonó la reunión la primera y al menos recibió un viático en la cabina del ascensor, una ráfaga fresquísima, como de brisa marina, un fragancia a limpio como nunca había percibido, sobre una caricia de tabaco seco
«Por la traza y el traje se conoce al personaje». Adela le había cogido gusto a juzgar a la gente por el olor. Era un juego bendito, una rayuela de sensaciones, del madame rochas de Úrsula al agua de afeitado de Benito. Del aire a sudor y desodorante del corredor matinal, al tufo de doña Ascensión, que aspergía el leve aroma a pescado de sus gatos y el rastro de una bata pringada de orines y caspa. Tanto aspiraba y olfateaba que el ascensor se convirtió para ella en una caja de sorpresas. A veces era un periplo triste, casi huero de impresiones; otras veces un huracán olfativo, lleno de cadencias amables, que le compensaba de un día inmisericorde o una discusión amarga con el más asqueroso de los vecinos, Eladio, el señor untuoso y pedante que la denunció a la comunidad por poner la música alta a partir de las nueve de la noche.
Eladio tenía el pelo rizado con un fijador probablemente apestoso, los ojos azules como un pez podrido y una corbata carísima. «La señorita no parece conocer las reglas de urbanidad» le espetó delante de todos. Le dieron ganas de ahorcarlo con la corbata. Abandonó la reunión la primera y al menos recibió un viático en la cabina del ascensor, una ráfaga fresquísima, como de brisa marina, un fragancia a limpio como nunca había percibido, sobre una caricia de tabaco seco. Por la mañana se preguntaba quién habría dejado aquello, pero al salir aspiró la colonia de flores baratas de Elisa, la del quinto. Pasó el día cabizbaja, rumiando, decidida a buscar el elixir vigorizante. Se cruzó con el portero y notó varón dandy y halitosis. Subió con el corredor, que sudaba sin apestar. Al día siguiente, sábado, oyó el ascensor relativamente tarde, sobre las diez. Lo llamó, ansiosa y le vino el perfume de Úrsula. Bajó por el pan.
Pasó la semana rompiendo sus propios horarios para combinar viajes nuevos. Nada. Nadie despertaba en ella esa lluvia de emociones. Al atardecer del viernes, cansada de la semana y agotada de la búsqueda, un poco enojada por haberse obsesionado, se vio castigada con una espera al pie del ascensor y la aparición de Eladio. Retrocedió, pero la vía de escape estaba clausurada, doña Ascensión bajaba despacio por los escalones, arrastrando la bolsa de la basura, fétida como nunca. «¿Pasas?» el petulante le sostenía la puerta. Miró hacia el portal, comprobó que era casi de noche y se escuchó decir bajito, como derrotada, «gracias». Apenas cerró tras ellos, le vino el efluvio poderoso y fresco, el golpe de brisa olorosísima, mitad loción de afeitado, mitad tabaco de pipa, un tremendo aroma a limpio, la felicidad.
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