Sociedad

Sed en la T4

Aquí tenemos las terminales de los aeropuertos, un territorio sin una fuente y en el que te cobran el agua como si fuera un Tesla de la hidratación

El agua ha devenido en un artículo de lujo en los aeropuertos. Es como el Louis Vuitton de las bebidas. El champán de los líquidos sin burbujas, algo más caro que una lata de Coca-Cola, pero más asequible que una hamburguesa con bacon. En la T4 de Barajas, la botella de agua te cuesta como la mitad de un bocadillo de jamón y el bocadillo de jamón te lo venden aquí como si tuvieran las granjas de cerdos al lado de las pistas de aterrizaje.

Vivimos en un mundo contradictorio, donde en lugares donde supuestamente cuidan de tu salud, como los hospitales, existen máquinas expendedoras de comida basura. Así, el familiar del paciente que aguarda en la sala de urgencias o en una de las plantas puede aliviar la tediosa espera con donuts de chocolate, Fanta y patatas fritas aderezadas con un puntito más de sal, alimentos, como todos sabemos, beneficiosos para el porvenir de cualquier arteria.

Pensábamos que toda esta sedimentación de siglos con la que cargamos a la espalda nos había conducido a un lugar de la historia donde, por lo menos, se da de beber al sediento, algo que se hace incluso en la Biblia, uno de los libros con más pecados capitales por página. Pero aquí tenemos las terminales de los aeropuertos, un territorio sin una fuente y en el que te cobran el agua como si fuera un Tesla de la hidratación. Deben pensar que el aire acondicionado previene la sed. Lo grave es que, en aras de la seguridad, a los pasajeros se les arrebata la cantimplora al entrar, convirtiendo así a los viajeros en náufragos antes incluso de llegar a una isla desierta. Los abandonan así, desprovistos de agua y en una arquitectura con más pasillos que un ministerio de George Orwell, en medio de ese paraíso de la ley de la oferta y la demanda, unas coordenadas económicas donde la humanidad tiene el mismo rango del que disfrutan en cualquier instituto los aguafiestas.