Radio

Zapatitos de charol

La mezquina máquina televisiva la caricaturizó, redujo sus pasiones a concupiscencia, su fuerza a ira, su prosperidad a avaricia, su elocuencia a demagogia

El furor basal de una persona puede provenir de algo tan nimio como unos zapatos de charol en un escaparate de la infancia: «¡Que sí, verás cómo te los echan los Reyes!», prometió la madre. No se los echaron, pero se convirtieron en el acicate para una lucha atroz, la gasolina de la travesía asombrosa de cría menesterosa a diva millonaria.

Había nacido frente al mar azul y la guerra española, que lo puso todo rojo, se llevó de dos tiros a su padre, en la tapia de un cementerio. La niña del comunista quedó proscrita. Eran tantas bocas, que del barrio almeriense de Las Perchas pasó al orfanato, pese a tener madre. Las palizas, los abusos, le quitaron las ganas de amor de hombre, y además, ella no tenía tiempo. La primera vez que leyó un anuncio de radio lo hizo exactamente al revés: «A par nuevo, par roto». La empresa de calcetines que había contratado el lema «A par roto, par nuevo» retiró la publicidad y, a pesar de ello, la emisora almeriense le hizo hueco a la cría despabilada y de voz aguda. «Ponte a fumar, guapa, hazme caso, que tienes que oscurecer la voz», fue el consejo de un veterano. Vaya si la oscureció, como una tormenta en diluvio, como un trueno que estremecía. Cuarenta años después, cuando una mancha en el pulmón vino a cobrarse las dos cajetillas diarias, la chavala tenía un millón de oyentes y mil quinientos millones de pesetas. En Marbella vivía en una mansión, en Madrid, en un palacio. Muy enferma ya, el gran amor de su vida –una tonadillera– apareció en los periódicos con una rival y le destrozó el corazón. Había hecho de hombre para ella, cubriéndola de joyas y vestidos, edificándole casas, mimando neuróticamente su carrera musical, pero en eso fracasó. Amargada y despótica, confusa por la quimioterapia, cuando Encarna Sánchez recibió su sentencia de muerte, se sentó al borde de la cama y gritó, impotente: «¡Quiero vivir! ¡Soy demasiado joven! ¡Quiero vivir!». Tenía 60 años. Lo mismo que con los zapatitos de charol, los Reyes no estaban de paso. Murió, eso sí, como quiso, rica y sin someterse jamás. La mezquina máquina televisiva la caricaturizó, redujo sus pasiones a concupiscencia, su fuerza a ira, su prosperidad a avaricia, su elocuencia a demagogia, insultando la historia de la niña de Carboneras que cantaba por alegrías para huir del hambre. Una chica que abrazaba como abrazamos todos, para engañar la soledad. Una mujer que se revolvía como un tigre para driblar las dentelladas de los hombres. «Encarna en carne viva» es la biografía de la verdad, escrita por sus íntimos, Pedro Pérez y Juan Luis Galiacho.