Escrito en la pared

Aprender de las catástrofes

Es como si la algarabía que ha impregnado la política en los años recientes, nos hubiese arrastrado a la negligencia, la ignorancia y la resignación

El dominio de la naturaleza hizo al hombre capaz de aprovechar sus frutos y sobrevivir a su fuerza cuando ésta se desencadenaba en catástrofe. De las epidemias aprendimos las reglas fundamentales de la salud pública, ya desde la peste antonina, en el siglo segundo, y sobre todo de la peste negra, en el siglo catorce, aunque hubiera que esperar a la gripe española para que, singularmente en Estados Unidos, se desarrollara toda una línea de estudios médicos acerca de sus efectos a largo plazo que llega hasta nuestros días, un siglo más tarde. En los países montañosos, como España, se cultivó la ingeniería civil, no sólo para abrir los caminos sino para aprovechar las aguas interiores y evitar con ello su impetuosa y ocasional fuerza destructora. Los seísmos, allá donde son frecuentes, avivaron el ingenio para lograr construcciones capaces de resistirlos.

Es verdad que no siempre se logra vencer a la naturaleza, pues a veces el desconocimiento, la desidia o la insuficiencia de los recursos económicos impiden afrontar su fatalidad. Lo acabamos de ver con ocasión de las lluvias torrenciales que han asolado las regiones mediterráneas, en especial la provincia de Valencia. Pero lo que más llama la atención en este caso es que el cruel destino al que se han visto abocados sus habitantes, en particular los asentados en la zona de influencia del Barranco del Poyo, estaba ya escrito desde hace más de dos siglos. Es lamentable porque, además, los ingenieros habían ideado unas infraestructuras que podrían haber frenado el empuje destructivo del agua, pero que nunca se construyeron. Falló la voluntad política, en gobiernos de todo tipo, para gastar lo necesario, tal vez porque no se consideró urgente y, en los tiempos recientes, por razones ideológicas impulsadas por un ecologismo radical que no cuenta con la vida humana. Y falló, sobre todo, lo más noble de nuestra propia naturaleza, que no es otra cosa que nuestra capacidad de aprender del infortunio. Es como si la algarabía que ha impregnado la política en los años recientes, nos hubiese arrastrado a la negligencia, la ignorancia y la resignación. Es necesario, pues, salir de este atolladero, arrastrando a la cloaca de la historia a quienes desean mantenerlo a toda costa.