El canto del cuco

Aquellos Viernes Santos

El pueblo entero participaba en las funciones religiosas. Las mujeres acudían a la iglesia con el velo negro cubriendo la cabeza

Recuerdo aquellos Viernes Santos de la infancia, en los que el pueblo guardaba duelo por la muerte de Cristo. Un respetuoso silencio se apoderaba del caserío. Hasta las campanas enmudecían. Los niños anunciábamos los oficios religiosos recorriendo las calles con carracas y matracas. En el interior del templo había ocurrido una espectacular transformación: se había instalado el «monumento», un decorado de tela con pinturas figurativas, que ocupaba el presbiterio y transformaba completamente el escenario, con un amenazador legionario romano en el frontispicio. El pueblo entero participaba en las funciones religiosas. Las mujeres acudían a la iglesia con el velo negro cubriendo la cabeza. Todos los vecinos eran miembros de la cofradía de la Vera Cruz y, antes de la principal celebración, se pasaba lista en el pórtico de la iglesia. El hermano mayor voceaba los nombres: Fulano de Tal y mujer. Esa era la fórmula acostumbrada. Contestaban los dos, pero sólo se llamaba por su nombre al cabeza de familia. Todavía regía oficialmente la sumisión de la mujer al marido.

Verdeaban los sembrados con las últimas lluvias, pero no sería extraño que en Semana Santa llegara a las Tierras Altas un ramalazo invernal, cuando aún quedaban restos de nieve sucia en las umbrías. Un día tan señalado el ganado permanecía en la majada y las caballerías en la cuadra. La tarde del Viernes Santo, antes del Oficio de Tinieblas, se aliviaba el luto con el zurracapote, que alegraba un poco el corazón de aquellos campesinos. Don Matías, el cura, había tranquilizado a todos: «El zurracapote no rompe el ayuno». Así que se mantenía la dulce costumbre. El Viernes Santo era día de ayuno y abstinencia y ese día no libraba de esta obligación ni la «Bula de la Santa Cruzada». Otra escapatoria era acudir al caer la tarde al pueblo vecino de San Pedro Manrique a contemplar la famosa jura –estamos en tierra de templarios–, en la que unos hombres custodiaban inmóviles toda la noche con espadas en las manos la urna del Cristo muerto.

Allí no había pasos ni procesiones. Por no haber, no había aún en el pueblo luz eléctrica. Por eso a un niño le impresionaba sobremanera el Oficio de Tinieblas la noche de Viernes Santo. Con la iglesia a oscuras, sólo iluminada por las catorce velas del tenebrario, situado en el centro, delante del «monumento», y el sacerdote, con capa pluvial negra recitando salmos y plegarias, se te encogía el corazón. Visto ahora desde la distancia, uno se queda con la fe sencilla del pueblo, seguramente la fe verdadera, la fe de mi madre.