Tribuna

El barro

Si una emergencia es verdaderamente de nivel nacional, también parece conveniente que sea el presidente del Gobierno quien asuma responsabilidades directas en la respuesta y no como ahora, que recaen en el ministro del Interior

El barro es un elemento molesto que puede llegar a ser peligroso como han demostrado las pasadas inundaciones en Valencia y otras Comunidades autónomas contiguas. Pero no me refiero únicamente a ese barro que dificulta los movimientos sino al que puede llegar a entorpecer nuestra percepción y respuesta ante situaciones graves de emergencia. Es de dominio público que ha habido graves fallos en la prevención y tardía reacción de dichas inundaciones. También es opinión generalizada culpar de esto a la excesiva politización que viene padeciendo nuestra Nación. Con esto último no estoy totalmente de acuerdo. Creo haber encontrado otro responsable principal: La Ley 17/2015 que regula nuestra Protección Civil.

Los fallos en la respuesta a las pasadas inundaciones se centran en dos áreas principales: no se alertó a la población con suficiente antelación y no se admitió que estábamos ante una emergencia de interés nacional. La actuación negligente de las autoridades de la Comunidad valenciana y la ausencia de reacción del Gobierno central para asumir responsabilidades presuntamente impopulares derivadas de la catástrofe son hechos esencialmente probados ante nuestros ciudadanos que han adoptado una resignada aceptación achacándolas a la extrema politización que venimos sufriendo últimamente. Según la Ley 17/2015 la intervención operativa directa del Estado debe centrarse en las emergencias de interés general que pueden ser declaradas por iniciativa propia o bien a petición de las Comunidades afectadas. Para ello el Gobierno central cuenta con sus propios delegados –que están expresamente autorizados para solicitarlo– y dispone de una Red de alerta –meteorológica y del caudal de los ríos– que depende directamente del curiosamente denominado Ministerio de «Transición Ecológica». Pero que el Gobierno pueda no significa que esté obligado y es precisamente aquí donde creo debería centrarse la primera de las actualizaciones de la Ley de Protección Civil. Debido a que el cambio climático –con sus cambios bruscos de temperatura– hará más frecuentes y graves las inundaciones y eventuales avalanchas de nieve, convendría definir con más precisión las emergencias de interés nacional por causas naturales. Un mito generalizado es que, si Gobierno central y Comunidad fuesen del mismo partido político no habría pasado esto de escudarse uno en el otro. Mi experiencia personal contradice esta suposición: me tocó vivir la crisis del «Prestige» desde puesto ejecutivo –con don Manuel Fraga en Galicia y el presidente Aznar y ministro Álvarez–Cascos en el gobierno central– y esto del uno por el otro, la casa sin barrer, sucede frecuentemente. Y además, estas leyes deberían ser capaces de resistir una polarización política que por otro lado no es tan exclusiva de España: los EEUU de Trump, la Francia de Macron, Alemania con Scholz, etc. Hay que definir mejor por ley los riesgos naturales actuales de nivel nacional para obligar al Gobierno central a aceptar sus responsabilidades; incluso aunque no quiera. Si una emergencia es verdaderamente de nivel nacional, también parece conveniente que sea el presidente del Gobierno quien asuma responsabilidades directas en la respuesta y no como ahora, que recaen en el ministro del Interior. Eso es al menos lo que parece deducirse del calificativo de «nacional». Se coordina mejor la miríada de acciones necesarias desde La Moncloa que en Azerbaiyán. Y puestos a aclarar responsabilidades, aunque la Unidad Militar de Emergencias –el diamante de la Protección Civil– esté perfectamente dotada para coordinar emergencias autonómicas de nivel II, las declaradas de interés nacional previsiblemente exigirán efectivos militares de apoyo más numerosos; el Mando de Operaciones del Jemad está preparado para manejar estos mayores volúmenes de efectivos. Actualmente la relación está prácticamente invertida.

El segundo gran fallo –el no avisar a tiempo a la población en riesgo– aconseja revisar también la Red de Alerta Nacional, consolidando los riesgos meteorológicos con los procedentes de la orografía de las zonas expuestas tales como la monitorización de cauces hidrográficos y zonas de aludes cercanos a núcleos habitados. No pueden ir cada uno por su lado: las alarmas no suelen ser por lluvia sobre las poblaciones sino en las cabeceras de los ríos y montañas nevadas. Pero para ser justos, hay que admitir que ante fenómenos tan extremos como el que vimos estos pasados días no podremos evitar totalmente daños graves pero al menos, se salvaran vidas si centralizamos alarmas y aclaramos responsabilidades. Esto no disculpa el no emprender las acciones preventivas lógicas mencionadas genéricamente en la Ley 17/2015 sin que sirvan excusas «ecológicas» demagógicas. El que la ciudad de Valencia no sufriera daños –pese a que llovió sobre todos– pero las poblaciones a lo largo del barranco del Poyo sí y graves, nos debería hacer reflexionar. El prevenir siempre es rentable.

Nuestra opinión pública no debería resignarse con culpar únicamente del daño a la politización extrema que padecemos y conformarse con unas cuantas cabezas cortadas. La actualización de la Ley 17/2015 que regula la Protección Civil –por cierto, promulgada por un Gobierno del PP– sería un método más esperanzador. Al fin y al cabo si no nos ciega el barro de la pasión podremos encontrar un culpable más aceptable para la mayoría que la ineptitud y la cobardía política: el cambio climático y la Ley que debería afrontarlo.